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Un político que no me tomó por tonto

Martes, 14 de mayo 2019, 08:46

Déjenme dedicarle este artículo a Rubalcaba. Sé que desde que murió el viernes pasado habrán leído mucho sobre él y seguramente todo bueno (ya saben que una de sus frases certeras fue que «en España se entierra muy bien») y yo -por eso les pido permiso- también voy a abundar en la alabanza. A diferencia de la mayoría de los autores de los panegíricos que le han dedicado estos días, Alfredo Pérez Rubalcaba y yo no cruzamos una palabra en toda nuestra vida y no estoy muy seguro de que hayamos estado alguna vez a menos de cien metros uno del otro. No puedo referir ocasiones de cercanía, mucho menos relatar anécdotas de familiaridad ni saber cómo era en su vida diaria ni cuando trabajaba en su despacho. La cercanía por mi parte hacia él sólo ha sido fruto de la elaboración que hace un lector de periódicos, pues me recordaba en su aparente fragilida física, en su talla intelectual, en su labio a veces como espada y en su experiencia política a Giulio Andreotti, un hombre de Estado, como Rubalcaba en España, sin el que no se entendería la política italiana de los últimos 50 años. Conocí a Alfredo Pérez Rubalcaba, por tanto, exclusivamente por su ejecutoria pública, sin que ninguna circunstancia personal me nuble el juicio. Es decir, como lo conoció el común de los españoles.

Unas veces he estado de acuerdo con lo que hacía y otras no, como obligadamente corresponde aunque estos días no lo haya parecido, con una persona que tuvo que lidiar, y durante muchos años, con asuntos muy peliagudos. Dos de estos asuntos, los últimos, calibran cabalmente su estatura política: su trabajo hasta acabar con la banda terrorista ETA y hacerlo sin que los asesinos lograran ninguno de sus objetivos políticos (nadie, por tanto, nos pudo representar mejor en la protección de nuestros valores constitucionales); y la manera en que se fue, la cual considero el gesto (moral y, tratándose de él, político) que redondea y da sentido a su biografía: de entre todos los destinos que tenía a su alcance, eligió volver a sus clases de Química Orgánica en la Universidad. Una rareza por la que siempre merecerá mi distinción.

Pero por lo que yo he querido escribir de Rubalcaba, más que por lo anterior, es por una actitud que me parece admirable, con independencia de si estaba de acuerdo con él o no, y es el hecho de que su discurso, lo pronunciara en la tribuna del Congreso o ante la pregunta de un periodista, siempre estaba basado en la argumentación. Argumentar por qué un político hace las cosas, a pesar de que siempre lo hace en nuestro nombre, debería ser una obligación, pero es cada vez más una extravagancia. Rubalcaba, sin embargo, siempre cumplió esa obligación. Huyó de las frases hechas, de los argumentarios, de las ideas intercambiables. No necesitó a su lado ningún mercader de crecepelos ideológicos que guiara su gestión como se conduce una campaña de venta de un producto de belleza. Rubalcaba parecía siempre dar por supuesta la inteligencia de quienes le escuchaban. No me tomó por tonto. Me respetó. Y, por eso, yo a él.

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