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Estoy trabajando presencialmente desde el principio de la crisis sanitaria con horario partido, o lo que es lo mismo, lío mañana y tarde. Excepto los días que descanso, no estoy en casa mucho más que antes del confinamiento.
Vivo en el campo por vocación. Me encanta. Ahí soy feliz con mis animales y montones de plantas que me dan a partes iguales trabajo y satisfacción. Confieso que en más de una ocasión en los últimos 25 años me he acordado de un amigo, también parcelero, que siempre dice: «Si tienes un enemigo, regálale una parcela». No le falta razón. Se trabaja y se gasta mucho en ella. Ahora, sin embargo, solo le veo ventajas y eso que no llevo encerrada sin pisar la calle cuarenta días, como millones de españoles.
No me puedo quejar y no lo hago. Bastante tengo con mantener el necesario equilibrio psicológico con la que está cayendo. Soy optimista por naturaleza y todas las mañana me levanto con el firme propósito de ver la parte positiva de las cosas. A palo seco, sin libro de autoayuda que valga. Y fijo la mirada en la solidaridad de la gente, en los aplausos de las ocho, en los vídeos de niños que piden con lengua de trapo a Pedro Sánchez que les deje salir a la calle...
Pero, poco a poco, transcurre el día y con él las cifras escalofriantes de muertos y del desastre económico, la aparente falta de coordinación, los errores de todo tipo, los bulos, las mascarillas que no llegan, la tentación de censura, las redes sociales llenas de odiadores de uno y otro signo, los mayores muriendo solos –esto le rompe el alma a cualquiera– y caigo sin remedio en el desánimo y en la tristeza.
Me voy a la cama rendida de luchar contra mí misma; agotada de autoconvencerme de que todo mejorará pronto, sobre todo para que me crea mi madre; que está pasando sola el encierro y tiene miedo. Por ella cada mañana vuelvo a intentarlo.
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