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troy nahumko
Domingo, 14 de noviembre 2021, 07:45
Al bajar del autobús eché un vistazo a la estación y observé que estaba completamente vacía. Caminé por el andén desierto hasta llegar a unas vías del tren y seguí sin encontrar un alma. Era mediodía y las ondas de calor brillaban en los borrosos raíles, dando un aire aún más de lejano oeste con las catedrales del campo que se encontraban al otro lado de las vías. Me volví hacia donde estaba el autobús, todavía en marcha, y me detuve un momento para ojear unas revistas en un idioma que entonces apenas podía entender y entonces lo oí. Era una melodía que me arrancó de aquella estación de autobuses y me devolvió a un programa de televisión de principios de los 80 que solía ver de niño en Canadá con mi familia, 'El coche fantástico'. Me giré para ver de dónde venía el sonido y se trataba de una atracción infantil que estaba justo detrás de mí. Allí, después de tantos años, estaba Kitt, listo para salvar el día y me gustó inmediatamente el lugar.
Navalmoral de la Mata y el Campo de Arañuelo han sido la puerta de entrada de viajeros a Extremadura desde mucho antes de que se estableciera el camino real a Madrid, tal y como me acogió en mi primera visita a la provincia de Cáceres hace más de 20 años. Es una ciudad portuaria en una tierra sin mar. Una que acoge a inmigrantes de muchos lugares diferentes como yo y es un lugar al que he vuelto muchas veces a lo largo de los años. Era el punto de partida perfecto para iniciar un viaje al sur.
A medida que se desciende por la EX-118, el primer pueblo al que se llega es Peraleda de la Mata, que tiene un aire de ciudad fronteriza, una armoniosa mezcla de Extremadura y Castilla. A unos 5 kilómetros desde el colegio del pueblo y una caminata ardua por la orilla del pantano se encuentra el Dolmen de Guadalperal. Un conjunto de dominó megalítico que suele estar oculto bajo las aguas, pero como el embalse de Valdecañas y el río Tajo están de momento tan bajos, estas 150 piedras de granito sobresalen ahora de la arena como blanqueados huesos de una ballena prehistórica. Estas, al igual que las pinturas rupestres situadas más al sur, en el corazón del Geoparque en la Cueva de la Chiquita en Cañamero, o en el Risquillo de Paulino en Berzocana, recuerdan que el ser humano ha gozado de estas tierras a lo largo de la historia.
Al cruzar el Tajo, en lo alto de las riberas marcadas del río, a mano izquierda se encuentran unos bellísimos arcos característicos de un templo romano. La privilegiada y pintoresca ubicación de los Mármoles sobre el río parece el lugar perfecto para construir un templo, pero en realidad fue traído pieza a pieza a principios de los años 60 desde su emplazamiento original a 6,5 kilómetros de los restos de la ciudad romana de Augustóbriga que ahora duerme bajo las olas de la llanura inundada.
Hace unas mañanas, quedé con mi amigo Manuel que me había prometido llevarme de excursión a las ruinas de Espejel, uno de los 120 castillos que salpican la provincia de Cáceres. Nos reunimos en la gasolinera de Los Ibores para desayunar tostadas con tomates recién recolectados a 120 kilómetros de distancia a través de los pliegues en forma de acordeón de las sierras del geoparque en las fértiles tierras de Miajadas. Desde aquí tomamos el EX-387 en dirección a Valdelacasa de Tajo y a la región donde la frontera con Castilla-La Mancha se dibuja junto al río.
Llegamos al pueblo y empezamos a caminar unos 4 kilómetros hacia el norte desde la calle Fuente, cruzando la CC-119 en dirección al río. Al cabo de un buen rato nos encontramos con un cartel: «Peligro, toros de lidia, no entrar». Manuel pudo ver la expresión de ligera preocupación en mi rostro y me tranquilizó diciendo, «no te preocupes, en su entorno natural los toros no se parecen en nada a las bestias salvajes que se ven en el ruedo».
Mientras caminábamos por la orilla, el escalonamiento de las civilizaciones que han ocupado esta zona se me hizo sorprendentemente claro cuando Manuel me señaló que las rocas rojas que había estado pisando no eran rocas en absoluto, sino tejas romanas que yacían esparcidas por todos lados.
«¿Has visto alguna vez a un torero saltar por encima de las tablas cuando un toro embiste detrás de él?», me susurró mi compañero, «Pues eso lo llamamos aquí, 'tomar el olivo', y eso es justo lo que debes hacer en caso de que nos encontremos con alguno de esos animales. Súbete al árbol más cercano tan rápido como puedas».
Los alcornoques, encinas y olivos, que eran nuestra única esperanza en caso de una embestida de cuernos, hacen que las dehesas de Extremadura sean uno de los paisajes más bellos y singulares que he visto nunca. El cantueso, el tomillo y el orégano sazonaban el aire pero la sequía de este año ha hecho que las flores silvestres que suelen pintar la zona fueran un poco más tímidas de lo normal. Aún así se pueden encontrar orquídeas silvestres brotando en zonas húmedas.
Al salir de la zona boscosa cruzamos el cauce de un riachuelo seco, otra víctima de la grave sequía que ha sufrido la zona este año; a partir de aquí, nuestras preciadas vías de escape de los toros quedarían atrás. Oteando el horizonte bajo las grisáceas montañas de Gredos en la distancia vimos, de repente, lo que habíamos estado buscando toda la mañana y, afortunadamente, no eran los toros.
Las defensas en ruinas de piedra de pedernal se alineaban en la ocre pared del lecho del río. Fila tras fila de líneas defensivas en decadencia subían por la colina. Dispersos alcornoques y olivos habían aprovechado desde entonces el antiguo sistema de terrazas para brotar de la roca que antes repelía las flechas. Todo ello conducía a una impresionante torre de piedra de dos tonos que no habría desentonado en la lejana Damasco. De la peña de arriba crecían piedras blanquecinas y rojas que se transformaban en enormes muros de un metro de grosor. Su propósito original era la defensa, pero los mismos constructores que habían creado las grandes mezquitas de Damasco y Córdoba no pudieron evitar embellecerla en el proceso.
Desde la cima se podía ver todo el valle, la posición defensiva perfecta en caso de ataque de cristianos merodeadores o, en nuestro caso, de toros de lidia enfurecidos. El río Tajo, miserablemente bajo, otra víctima de la sequía, se extendía como una línea de verde terciopelo musgoso muy por debajo, añadiendo la última línea de protección al norte. Hacia el sur, los pliegues de las cordilleras de Los Ibores en líneas escarpadas pero hermosas en la distancia. Nos sentamos en silencio disfrutando de un tentempié de un delicioso y tierno queso de cabra de Los Ibores que habíamos cogido. Gracias a esta atalaya árabe construido hace tanto tiempo, al menos sabíamos que, por ahora, el enemigo no estaba en ninguna parte y, si nos topábamos con él, siempre podíamos coger un olivo antes de continuar nuestra aventura.
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