Cuentos de agosto
Cuentos de agosto
Carmen Ibarlucea
Sábado, 10 de agosto 2024, 07:54
«Los animales del mundo existen por su propia razón. No fueron hechos para los humanos»
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Alice Walker
Noto las costuras del babi apretando mis axilas. Hace calor y la bata de popelín delgado que cubre mi ropa no me deja transpirar. Aun así, disfruto ... de jugar con la tierra, en cuclillas, bajo la sombra de un palto que crece en el patio trasero de la casa que habito en la calle Matta. Mi casa es blanca por fuera y por dentro.
Hay un patio interior alrededor del cual se abren las habitaciones. Es una casa de un solo andar, pero eso lo aprenderé treinta años después, al otro lado del mundo. La cocina tiene salida directamente al patio trasero. El patio trasero es enorme para una persona de cuatro años. Al fondo, hay un huerto al que no puedo acceder y en el que crecen frutales jóvenes. También hay un gallinero dentro del huerto.
Desde el palto puedo observar la vida interior de la cocina.
El sol está alto en el cielo y me deslumbra cuando miro hacia la pared blanca, donde la puerta de la cocina permanece oscura como boca de lobo.
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Carmela sale al patio. Es una mujer muy linda, morena y grande. Tiene una sonrisa bondadosa y ordenada que me da seguridad.
Pasa junto a mí con su aspecto bondadoso y me acaricia la frente, apartando el flequillo que ha crecido demasiado.
—Tenemos que decirle a tu mami que te lleve a la peluquería.
Atraviesa el patio y entra en el huerto. La veo desaparecer entre los jóvenes árboles frutales.
Se escucha un revoloteo desordenado y gritos de gallinas. Carmela sale; lleva entre las manos un pollo que aletea. No sé qué edad tiene el pollo, a mí me parece grande. Tiene el plumaje marrón jaspeado, sus alas se extienden vigorosas y a Carmela le cuesta mantenerlas cerradas. Lo aprisiona debajo de su brazo izquierdo, mientras mantiene su cuello sujeto con ambas manos. Ahora camina al paso ligero que puede hacia la casa. No se detiene a mirarme.
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El sol parece haberse concentrado en iluminar la pared blanca que rodea la puerta de la cocina. No veo nada más. Siento la angustia del animal, su deseo de liberarse del abrazo es tan intenso que llega a doler.
Carmela es fuerte, mucho más fuerte que él. Sus manos morenas, iluminadas por el sol, retuercen ágilmente el cuello del bello animal. Y poco a poco el movimiento cesa y el silencio regresa al patio.
El pollo queda colgado de un gancho en la pared. Sus alas se extienden de nuevo, pero ya no volverán a aletear. No puedo evitar mirarlo fijamente. Tiene los ojos abiertos y la mirada perdida. Lo he visto sufrir y morir. Lo he visto pasar de la vida a la muerte en un minuto de agonía eterna.
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El sol se ha relajado. La luz vuelve a ocupar cada rincón del patio, pero no dentro de mí. Algo se ha roto. He asistido a un momento que no me va a abandonar jamás.
—¡Marita! Acércame la silla, por favor — Carmela me llama. Su voz es dulce y su sonrisa es amable. No le tengo miedo. No soy un pollo. No voy a morir.
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