Ellos llevan chanclas en pleno mes de diciembre, ellas cubren su pelo con un pañuelo. Suelen pasear lentamente hablando por teléfono. No tienen mucho más que hacer. Apenas tienen dinero y casi ninguno sabe español, por lo que su vida en Extremadura está muy limitada. ... Sentado bajo un agradable sol invernal ante el arroyo Rivillas de Badajoz, este jueves Nafer Abu-Jarad, de 65 años, contaba que se acababa de enterar de que han fallecido cuatro primos suyos en Gaza. Mientras en su antiguo barrio la vida no da tregua, aquí en cambio todo es monótono.
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«Estamos agradecidos al Gobierno de España por habernos sacado de allí, pero ahora nos ha dejado abandonados a los palestinos», declaraba este jueves. Como a él, a muchos de sus compatriotas instalados en Badajoz las cinco semanas que llevan en España sin expectativas empiezan a pesarles. Agradecen que Cruz Roja se encargue de que coman tres veces al día y les haya habilitado un techo en el único albergue de Badajoz, cuyas literas ocupan en exclusiva varias familias repatriadas por culpa de la guerra. Pero con el tiempo ha cundido una sensación de indiferencia por parte del mismo Gobierno que los sacó del infierno desatado en la Franja. Piden que alguien concrete un plan para estos palestinos.
Nafer Abu-Jarad
Repatriado palestino
En esta instalación pasan las horas varios profesores de universidad, un ingeniero informático, un farmacéutico, un cocinero... y unos veinte niños y niñas que no hacen nada en todo el día más allá de pasear o ver la tele. La mayoría necesita dinero. Como mucho, van a la mezquita que hay al otro lado del río a rezar los viernes. Aunque son musulmanes, en Palestina convivían con una amplia comunidad cristiana, recalca Nafer, consciente de que se avecinan fechas especiales. «Aunque no celebremos la Navidad nos gustaría que alguna asociación o alguien nos hiciera algo diferente, nos colocara un arbolito o trajera caramelos para los niños», pide este profesor universitario. En su carta de deseos también figura un empadronamiento, acceso a la seguridad social, un subsidio, vivienda y, de manera urgente, que alguien enseñe español a los niños para que sean escolarizados y normalicen una vida ya marcada por las bombas y el desarraigo.
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En total, alrededor de este albergue llamado El Revellín y ubicado en el animado barrio de San Roque, deambulan desde hace más de un mes sesenta palestinos de los 68 que llegaron a principios de noviembre. Hay bebés y también abuelos de setenta años. Cada uno tiene su historia, que suele remontarse a cuando un familiar estudió en una universidad española.
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La vida de Amelia Julia Sayans, instalada hoy en Badajoz con su hijo, su hija y sus siete nietos ha estado a caballo entre Madrid y Oriente Medio. Se enamoró de un palestino que estudiaba en España Ciencias Políticas y Sociología y viajaron a Gaza de luna de miel. Allí él consiguió plaza en la universidad y se instalaron en esta ciudad que lleva décadas en tensión con Israel. De eso hace cuarenta años, hasta que el pasado mes de octubre la despertaron a las dos de la madrugada y la obligaron a abandonar su casa con lo puesto. «Mi marido se quedó allí porque tiene propiedades. Esto va para largo. Tiene 71 años y a veces pasamos cuatro días sin poder hablar con él. Cuando dice que está bien no sabemos si está bien. Soy pesimista», relataba ayer a las puertas del albergue esta abuela cuya casa ya ha sido destruida.
«Volver a Gaza sería para estar en una tienda de campaña y a mi hija, de 31 años, ya le gusta Badajoz», dice planteándose una nueva etapa. «Pero para eso sería necesario que alguien les enseñara español y a los que no puedan ejercer su profesión –su yerno es farmacéutico– que les den la oportunidad de aprender un oficio».
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Los refugiados en este albergue tienen nacionalidad española y salieron de Gaza amparados por el Ejército español. A España llegaron en torno a 160 gazatíes y el Ministerio de Inclusión y Migraciones los distribuyó entre País Vasco, Asturias y Extremadura.
Ahora están a salvo, pero un mes después su día a día se ha vuelto monótono, solo roto por noticias de sus familiares que casi nunca son buenas. «No hacemos nada durante el día», decía ayer desesperado en un inglés precario Mohammed, ingeniero informático de 34 años instalado en una de las habitaciones del albergue junto a su mujer, sus mellizos de seis años y el más pequeño, que aún no anda.
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Este palestino tiene una hermana que siempre ha vivido en Alicante y que ha acogido en su propia casa a familiares para que puedan hacer su vida. Varios están yendo a cursos de español. «Hice gestiones para saber qué se iba a hacer con los palestinos repatriados. Y me dijeron que no me preocupara de nada, pero veo mucha improvisación. No han habilitado recursos como con los ucranianos. Estos palestinos no son repatriados al uso. Vienen de una guerra con ropa de verano y no se equiparan con un español que pueda pedir un ingreso mínimo vital». En su opinión, las condiciones que impone España para que los gazatíes cobren un subsidio son imposibles de cumplir pues la actividad administrativa ahora en Gaza es inexistente y no pueden acreditar nada. «El ministerio debe comunicarse con Cruz Roja y diseñar un plan para ellos. El Gobierno les da un techo y comida, pero ahora los tiene abandonados, sin expectativas», critica.
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