Nuestros hijos son unos privilegiados por haber nacido en la parte buena del planeta que de momento resiste los fatales vaticinios de la niña Greta. Tan descaradamente afortunados son que han convertido la Pascua navideña en un interminable y fastidioso paréntesis entre dos fechas del calendario, en las que literalmente acaban sepultados bajo pilas de juguetes que al poco tiempo arrinconan y olvidan para siempre. Antes, cuando las cosas tenían sentido, el carbón o los regalos llegaban de una tacada el Día de Reyes y el berrinche o la diversión, que iba por barrios, duraban casi todo el año. Todo llegaba de golpe y porrazo, salvo para los niños de la gran familia que formaban los trabajadores del diario HOY.

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Porque cada 6 de enero los orgullosos miembros de tan selecta y envidiada minoría aparcábamos por un rato los juguetes que nos habían dejado en casa y renovábamos la ilusión, encaminándonos al nº 22 de la carretera Madrid-Lisboa para recoger de manos de Sus Majestades de Oriente otra ristra de fantásticos regalos. Aún no sé por qué siempre me tocaba Baltasar, que debía ser algún redactor, fotógrafo u operario de rotativa untado de betún hasta las cejas, con una inquietante tendencia a la lentejuela que me hacía llorar como un descosido, todo sea dicho de paso. De lo que sí estoy seguro es que no era repartidor.

Los repartidores eran tipos bregados, que se jugaban todas las noches el pellejo cubriendo la Rosa de los Vientos de la cartografía extremeña a bordo de una dekauve atestada de periódicos, empeñados en la sacrosanta misión de que usted pudiera desayunarse noticias frescas cada mañana. Desafiando fantasmales neblinas y atronadoras galernas, sobrevolaban los caminos de cabras que cicatrizaban por entonces esta bendita tierra hasta rematar con éxito la cadena de la información, sin pedir nunca aplauso ni reconocimiento alguno. Quizá por eso nadie recuerda hoy a los repartidores, que fueron cuatro, como los puntos cardinales que domeñaron.

Fernando, que siempre quiso ser torero y era el primero en saltar la barrera en las capeas que organizaba el Club Edica. Pepe, diligente en socorrer accidentados y salvar vidas ajenas, que ganó en justicia el título de Ángel de la Carretera que podría haber ostentado cualquiera del grupo. Paquito, tunante y guasón, que cambiaba una rueda reventada bajo una tormenta de granizo sin perder nunca la sonrisa. Y Juan, que tenía un poco de cada uno y atesoró sin saberlo doce mil amaneceres en su retina, la más hermosa y colorida paleta de alboradas que jamás llegó a imaginar pintor alguno.

Los conductores de este diario nunca se disfrazaron de Reyes para entregar regalos a los hijos de sus compañeros, porque a media mañana aún no habían regresado de repartir periódicos. Pero un año llenaron sus furgonetas con juguetes e hicieron felices a muchos niños de la ciudad. Yo aún lo recuerdo. Recuerdo también a los cuatro. Olían a gasoil y no eran magos, pero fueron siempre los Reyes del HOY.

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