SEIS meses después de que la pandemia los mandara a casa, los niños vuelven al colegio. No hemos recuperado la normalidad, ni nueva ni vieja. Braceamos todavía contra la tempestad sin saber cuánto va a durar y cuál va a ser el balance final de daños. La apertura de los centros educativos, en todos los niveles, es la plasmación de un principio que la mayoría hemos acabado aceptando: hay que convivir con el virus, buscar estrategias para minimizar su impacto, y olvidarnos de que va a desaparecer de la noche a la mañana. El coronavirus puede estar con nosotros meses o años. El hallazgo de una vacuna eficaz y asequible para toda la población es todavía un deseo.

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El hecho de que la vuelta al colegio coincida en España con la llegada de la segunda ola ha contribuido a añadir miedo e incertidumbre a padres, profesores y alumnos.

Damos por sentado que va a haber contagios en las aulas, como los está habiendo en las familias, en las empresas y en los bares, y confiamos en que se puedan controlar. La fórmula para ello se ha repetido hasta la extenuación: detectar a los contagiados, rastrear sus contactos y aislarlos. Se trata de evitar que los brotes se descontrolen y que los hospitales acaben colapsados. Como ocurrió en abril.

Aunque el número de contagiados sigue subiendo, hoy no estamos en la misma situación, y el objetivo es que no se llegue a ello. El temor de las familias y los profesores a que la apertura de los colegios multiplique los contagios es comprensible, pero no es un argumento de suficiente peso para mantener las escuelas cerradas. Y probablemente solo si llegásemos a la saturación del sistema sanitario se tomaría la decisión de mandar de nuevo a casa a los escolares. De momento, parece razonable que se abran los colegios, se controlen y se aíslen los brotes que surjan y se continúe con el curso. Igual que no es sensato cerrar todos los restaurantes porque haya contagios en uno, no sería inteligente clausurar todos los centros educativos porque haya brotes en algunos.

La pandemia ha potenciado el teletrabajo y ha salvado empresas, pero a la enseñanza, especialmente en edades tempranas, no la salva la teleenseñanza. Los niños necesitan ir al colegio para aprender no solo matemáticas o lengua, sino cómo convivir con sus iguales. Ni los padres pueden sustituir a los profesores ni las pantallas a los compañeros de carne y hueso.

Lo que deben exigir las familias, los maestros y la sociedad entera es que los gobernantes arbitren todas las medidas necesarias para garantizar la seguridad en las aulas, aun siendo todos conscientes de que el riesgo cero ante el coronavirus no existe; salvo que todos nos encerremos en casa, lo cual no parece ni factible ni inteligente.

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Cerrar de nuevo el país, como se hizo en marzo, produciría unos daños económicos y sociales descomunales, probablemente inasumibles para España.

Ahora se trata de gestionar bien la vuelta al colegio, y que por una vez Gobierno central y comunidades se coordinen para dar mensajes claros al profesorado y a las familias. Tenemos por delante un otoño complicado. Al coronavirus se le unirán los resfriados y las gripes, que incrementarán el trabajo de los sanitarios. Que el otoño no llegue a ser catastrófico dependerá en buena parte de que se acierte en la toma de decisiones. Es el momento de que el sistema educativo y sus gestores den la talla. Los millones de niños y adolescentes pendientes de continuar con su formación merecen el empeño. Salvar a los niños del coronavirus es también permitirles que vuelvan a sus colegios.

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