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No me ven, pero pueden hacerse una idea de en qué posición me encuentro: estoy sentado delante del ordenador, comiéndome los puños para resistir la tentación de aporrear las teclas, desahogarme y dejar que salga este temor que no me deja sosegar ante la sospecha de que la epidemia del coronavirus que está tumbando nuestra economía, repartiendo paro y pánico a mansalva, que se va a llevar por delante a un inimaginable número de personas y que puede poner en jaque nuestro sistema sanitario con lo que eso significa (¿alguien se ha molestado en contar cuántas cosas quedarían dignas de defender en este país si sucumbe nuestro sistema sanitario?), puede ser aún menos nocivo que la epidemia del inexplicable virus de adolescencia del que han demostrado estar severamente afectados algunos de los que se sientan en los sillones del poder, que por hacerlo deberían pensar exclusivamente en cómo proteger el bien común y no en las dimensiones particulares de sus apéndices más o menos imaginables y en cualquier caso carentes del más mínimo interés.
En los días en que todo se nos ha ido al carajo, acabado abruptamente el periodo en que la prudencia que nos aconsejaban los expertos nos daba permiso para mirar la epidemia con una caña en la mano desde las terrazas de los bares, el miedo ha venido desde la dirección del virus, es lo lógico, pero sobre todo ha surgido en chorro ante la irresponsabilidad, por ejemplo, de todo un presidente del Gobierno, que de un absentismo que nos recordaba a Rajoy pasa a declarar el estado de alarma pero –quién sabe si con la secreta intención de que fuéramos ya familiarizándonos con las situaciones alarmantes que se avecinaban–, lo hace en diferido dando tiempo así a que se produzca una desbandada y se disemine el virus por los cuatro puntos cardinales; la irresponsabilidad de todo un vicepresidente segundo del Gobierno que, más chulo que un ocho y porque debe pensar yo sí puedo, qué pasa, se presenta sin que nadie se lo impida en el Consejo de Ministros cuando su deber cívico era permanecer en cuarentena en su casa dando al menos ese mínimo ejemplo, como se ha encargado de ordenar el mismo Consejo del que él forma parte; y la irresponsabilidad de un president de la Generalitat de Cataluña, infestado por una cepa del virus de la adolescencia particularmente dañina, al que le importa mucho menos la eficacia de una medida destinada a salvar vidas que el dizque de quién manda la policía o de quién es la firma del abajo firmante que ordena no salir de casa a la gente para que no contagie ni se contagie.
Ganas dan de pedirles cuentas ya, sin más trámite ni ceremonia, si no fuera porque la gente normal y corriente tiene cosas urgentes que hacer cada uno en su casa, resistiendo. Día llegará en que habrá que echar la vista atrás y recordar este juego irresponsable del grupo de adolescentes sentados en los sillones del poder que nos han tocado en suerte precisamente ahora. Tiempo habrá de pedirles cuentas. Y que las paguen.
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