Una mañana, al mirarse en el espejo, después de atusarse la barba, el ministro sintió un saborcillo extraño en la boca y vio una brecha abierta en la punta de la lengua. Era insignificante y con un bastoncillo impregnado de agua oxigenada, la frotó y se olvidó de ella, pero durante todo el día tuvo un sabor dulzón que le invadía el paladar. Por la noche se acordó de la llaga abierta, se acercó al lavabo y, en la lupa adosada al espejo, comprobó que la herida había crecido y permitía ver un corte del que fluía un hilillo sanguinolento, más perceptible por el sabor que por el color, pero, ocupado como estaba en sus enredos aeroportuarios, se olvidó... Un mes después la lengua, claramente bífida, se le había separado en dos ramales y le colgaba de la boca hasta rozar el suelo. El forense dijo al juez: «Mentiritis aguda. Es una epidemia, pero no seré yo el que lo certifique. Yo ni mu».

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Como cada madrugada, he salido a pasear por la playa, acompañado por Juanita, mi chihuahua, que me seguía con desgano. Repitiendo el ritual de cada día, me he descalzado y con los pies enterrados en la arena húmeda, he esperado a las olas que se arrastran hasta lamer la orilla. Juanita, siempre expectante, permanecía alejada. Ya es tarde, pero creo que me confundí con el nombre porque el que mejor la define es Prudencia. Esta mañana Juanita ha hecho algo inusual, se ha alejado hasta las primeras piedras del rompeolas y ha ladrado. Me he vuelto para mirarla y en la penumbra me ha parecido que estaba al lado de alguien, sentada, apoyada la espalda en una roca inclinada. Juanita volvió a ladrar, con más insistencia. La conozco, me estaba llamando. Con las zapatillas en las manos, me he acercado hacia el lugar que me indicaba la perrilla, intentando perforar la neblina que se espesaba en las rocas. Juanita estaba a una distancia prudencial, pero tensa y pendiente de mí. Yo me acerqué, cauteloso. Parecía un muñeco diabólico, con los ojos azules, saltones, la boca pequeña, los labios perfilados, la barbilla adelantada y unas cejas, subrayadas en el centro, que recordaba el garfio de un pirata. Farfullaba, me acerqué y oí que decía algo sobre «democracia y Venezuela»… Llegó el forense, le tocó en un hombro y el muñeco se desmoronó, dejando en la base una pirámide de arena pegajosa y maloliente: «Nunca salió de 'gilipollandia', decía que la tierra pertenece al viento, pero yo soy de su cuadrilla y no me voy a exponer…».

Un mes después la lengua, claramente bífida, se le había separado en dos ramales al ministro y le colgaba de la boca hasta rozar el suelo

Adonis y Afrodita se asomaron al pozo y vieron a la luna guiñándoles un ojo. Se emocionaron. En la quietud del agua leyeron «Sí se puede». Al abrazarse dejaron sobre la lámina de agua una figura confusa y ondulante. Extasiados en la contemplación, al ver sus figuras a la altura de la luna, se besaron con pasión: «Es nuestro momento, Afrodita», «Sí y a los demás que le vayan dando, Adonis». Volvieron a mirar, la luna había desaparecido, sus imágenes se habían distorsionado, estaban despeinados, el agua hervía y olía mal. Se asustaron. Afrodita, coqueta, rehízo su coleta y Adonis tiró una piedra para romper el espejo de agua. Cuando los encontraron sonreían y en sus ojos, sin brillo, se acurrucaba una luna ciega que se desvanecía, en retirada. El forense les hizo la autopsia: «Diarrea cerebral crónica, con sarpullidos faraónicos, pero me callaré. ¿Para qué arriesgarse?».

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