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El triunfo del odio

Manuela Martín

Badajoz

Domingo, 10 de septiembre 2017, 08:17

Entre tantas informaciones y opiniones sobre la crisis catalana que llegan a abrumarnos estos días, me han llamado la atención dos gestos que no me parece que sean simples anécdotas, sino muestras del abismo que hoy existe entre Cataluña, el sector independentista de Cataluña, para ser más precisos, y el resto de España.

Del bronco pleno celebrado el jueves en el Parlament en el que se aprobó la ley del referéndum me sorprendió el empeño de la diputada Angels Martínez, del grupo Podem, en quitar las banderas españolas que los diputados del PP habían dejado en el respaldo de los escaños al marcharse para no votar una ley que consideran ilegítima. Las banderas españolas alternaban con las catalanas, pero la diputada, una señora mayor con aspecto de venerable abuela, no cejó hasta quitar las rojigualdas, a pesar de las advertencias de la presidenta de la cámara, Carmen Forcadell, que le instó varias veces a no retirarlas.

La diputada estaba tan empeñada en su acción, tan convencida de que tenía razón, que al día siguiente la defendió sin dudas: no se arrepentía y no pensaba disculparse, como le pidió Pablo Iglesias, a cuyo partido pertenece.

El problema no es que la diputada Martínez no se sienta representada por la bandera constitucional española (ella dice que la suya es la republicana y tiene todo el derecho a ello), sino que no respete a quienes sí sienten que esa bandera les representa. El problema es la intolerancia, el deseo de borrar a quienes no piensan como ella.

Estos días ha habido otro detalle, pequeño si quieren ustedes dentro del gran asunto de la cuestión catalana, que me golpeó la conciencia (que creo que le golpeó a cualquier persona con un gramo de sensibilidad): el mensaje de una mujer, Rosa María Miras, a la líder de Ciudadanos en Cataluña: «Escuchando a Arrimadas en T5 solo puedo desearle que cuando salga esta noche la violen en grupo, porque no merece otra cosa semejante perra asquerosa».

Parece que ni la edad (tiene 45 años) ni la formación (es licenciada en Filología Inglesa) han vacunado a esta señora, que aparece fotografiada con una bandera independentista, contra el odio a quien no piensa como ella.

Los nuevos 'torquemadas'

Es cierto que todo el mundo ha condenado este exabrupto, por lo que no se puede deducir que el ambiente político en Cataluña esté tan envenenado como para admitir tales barbaridades.

Pero es inevitable pensar que las opiniones brutales de los menos son el fruto indeseado de un caldo de cultivo que hace crecer la intolerancia por doquier.

En Cataluña, los más intolerantes se han adueñado del proceso de independencia, han decidido hacer caso omiso a las resoluciones de los propios funcionarios del Parlament y arrear a toda prisa hacia la declaración de independencia, no importa cuántas leyes se conculquen por el camino. Y que sean los más radicales los que pilotan la política catalana resulta inquietante para quienes confiábamos en que existían algunas vías de salida del conflicto.

Pero también en el resto de España se ha avanzado a la carrera en el camino hacia la intolerancia. Las redes sociales que fueron acogidas hace poco más de una década como un saludable foro de debate ciudadano se han convertido en plazas públicas donde se lincha cada día a quien ose discrepar. No hace falta emitir una opinión provocadora, basta con que sea crítica, distinta de la verdad dominante. Los nuevos 'torquemadas' se aplicarán con saña a destruir al disidente. No hay réplicas, no hay debate, hay condenas sumarísimas y ejecuciones virtuales.

La intolerancia, el odio a quien piensa diferente, cabalga como hace muchos años que no lo hacía en España. En 1978 éramos ese país ingenuo e ilusionado que fue ampliando poco a poco las libertades: desde el derecho al divorcio al matrimonio homosexual. A nadie se le insultaba por ser del PP, del PSOE, comunista o nacionalista. Se podía ser de derechas o de izquierdas y decirlo sin arriesgarse a ser lapidado.

Pero ese clima de respeto que logramos construir se está enrareciendo poco a poco. Y hoy muchos ciudadanos, los más moderados, se retraen a la hora de dar su opinión.

El terreno de juego político en Cataluña, pero también en el resto de España, se lo han apropiado los que no aceptan más que su verdad, su bandera, y están dispuestos a atropellar a todos los que se le pongan por delante para imponerla.

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