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La identidad lo es todo. O tienes identidad o no eres nadie ni nada. La identidad personal no encierra complicaciones, basta el DNI y un ... poco de diferencia para ser tú. Pero lo que importa en los tiempos modernos es la identidad colectiva. Se trata de un rasgo algo forzado, pero con una base filosófica en Jung cuando desarrolla la teoría del inconsciente colectivo, una especie de depósito constituido por la experiencia ancestral de la humanidad, experiencia acumulada que inconscientemente afecta y determina a todos los individuos.
Los nacionalismos románticos parten de ese concepto, adaptándolo para convertirlo no en un «fondo común de la humanidad», sino en un inconsciente colectivo nacional, patriótico, circunscrito a las fronteras regionales o locales. Y ahí emerge la identidad como verdad, como razón de ser y existir.
Las señas de identidad, los rasgos identitarios, conceptos sagrados que los ciudadanos y sus representantes políticos buscan ansiosamente. Basta una destreza, una música, una artesanía peculiar, una literatura, no digamos ya una lengua para sentirnos mejores, especiales, distintos, superiores… La alteridad como identidad es la base de la autoestima, ya sea colectiva, ya sea individual.
Hay identidades diferenciales que mueven a risa, por ejemplo los productos agrícolas: los grelos gallegos, los pimientos de Espelette, los melones de Villaconejos como santo y seña. También las recetas: disputas identitarias en torno a las cien chafainas, los cien gazpachos, los cien cocidos, las razas de terneras o las clases de morcillas. Todo vale si identifica. A veces, la diferencia se queda en un chiste, en un pique divertido entre Villarriba y Villabajo. Otras veces, los rasgos se multiplican, se inventan, se fortalecen, empoderan a la ciudadanía, excitan a los líderes y acaban convirtiendo una gorra, un vino, un héroe, un traje, un himno y una lengua no ya en identidad, sino en nación, patria, sentimiento y emoción. Banderas inventadas hace cien años, orígenes remotos indemostrables, héroes artificiales y una historia falseada se convierten en las columnas de un inconsciente colectivo que se fortalece cuando se señala a un enemigo común y todo cuadra.
Hay nacionalismos delirantes como el de Trump contra el mundo, nacionalismos domésticos como el de Cataluña contra España, nacionalismos castizos y rancios como el de «España lo único importante». Y aunque critiquemos esas manías exclusivistas, lo cierto es que la moda de la identidad se extiende imparable y arrolladora por pueblos, ciudades y regiones. Buscamos afanosamente identidades para no ser menos y no hay alcalde de aldea remota que no sueñe con poner su pueblo en el mapa. Una aspiración para la que todo vale, ya sea una tamborrada, una procesión de ataúdes, una batalla de harina, tomates o nabos, una carrera de piraguas, un cipotegato, una botarga, un vergalleiro, un merdeiro, un cascamorras… Lo importante es el mapa.
Esa pugna identitaria tan de moda ha llevado a los pueblos y ciudades de España a colocar su nombre en un lugar estratégico, con grandes letras de colores alegres para confirmar que estás donde estás y no en otro lugar. Hasta las diputaciones extremeñas han entrado en ese inocente juego de letras subvencionando «letras corpóreas» en la Diputación de Cáceres y «elementos identitarios» en la de Badajoz. Y así avanza este mundo paradójico: por un lado, pidiendo unidad global de acción frente al caudillo identitario americano y por otro, fomentando la identidad y la diferencia en cada aldea. Queremos estar en el mapa, pero Trump quiere borrar los mapas.
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