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Más de un mes llevo confinado en mi despacho, en casa, donde paso mi jornada laboral delante de una pantalla de ordenador. Tengo la suerte de que tiene una ventana que me ofrece una excelente vista de la lavadora, tres recipientes de yogur con lentejas y garbanzos sembrados y un pequeño estanque con dos tortugas. La ventana es mi compañera de trabajo, con la que converso cada día. No es una metáfora, es una realidad. Por ella se asoman mis hijos y me hacen preguntas como: papá, ¿me ayudas con las matemáticas?, o ¿puedo tocar tu piano?; o mi querida esposa, que con tono irónico me dice: ¿vas a tirar la basura? Por la tarde, la ventana se convierte en una galería de arte. Diseños de cartón, pinturas o construcciones de Lego van desfilando delante de mis ojos. Me convierto en un comisario de exposición, valorando cada obra. Mucho cuidado con lo que le dices a tus hijos, no vale: ¡ay, qué bonito! Eso sólo cuela para la primera obra. Para las siguientes puedes escuchar un dardo directo al corazón: ¡papá, no me digas que es bonito porque es un churro...si me ayudaras, seguro que me saldría mucho mejor!.
Por la retaguardia está la puerta. Mi hija entra sigilosa. En más de una ocasión, editando un reportaje con los cascos puestos, he sentido una presencia a mi lado y el susto ha sido monumental. Ella, como si nada, dice: ¡papá, no me funciona Skype, he quedado con mis amigas para un club de lectura!. ¿Para un club de lectura? Digo yo, atónito. «Sí, cada una va leyendo hasta un punto y seguido y, al final del capítulo, hacemos una puesta en común». Yo me quedo boquiabierto. En cambio, si es mi hijo el que entra, seguro que es una urgencia: ¡papá, arréglame la espada! Pero este es el lado positivo del confinamiento, lo que nunca olvidaré: los maravillosos momentos que estamos pasando juntos.
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