La vida pasa, y yo... en mi terraza

El día que sale el sol, mi casa es una fiesta. Nada más abrir el ojo, mis dos pequeñas saben que ese día, si no aparece la lluvia, van a poder hacer su excursión a mi terraza. Ese sitio que hasta hace poco no sabían que existía, pero que desde que comenzó el encierro se ha convertido en su válvula de escape. En un plan alternativo y emocionante que, entre otros beneficios, les regala la necesaria y ansiada dosis de vitamina D. Y no solo a ellas. Ese espacio de menos de 80 metros cuadrados y a una altura de cinco pisos en Mérida es, en estos días, lo que más me acerca a estar en contacto con el aire y el sol. Desde ella observo que las terrazas de las viviendas cercanas a la mía se han convertido en las segundas residencias de muchos de mis vecinos. Son sus gimnasios, sus zonas de paseo, sus pistas de baile... Desde la mía, si miro a un lado, está la Sierra de Arroyo cubierta de intensa primavera. Un poco más cerca, la Isla espera a que vuelva a pisarla diariamente para descubrir el vergel en el que se ha convertido desde que no la veo. Si giro a la izquierda, me mira la plaza de Toros. Los clarines de las cinco de la tarde ya no se oyen. Sus tendidos están sumidos en un silencio que hace daño. El mismo que ha invadido desde hace semanas el Estadio Romano. Las Legiones se han quedado mudas y los vítores, palmas y gritos se han ahogado en el recuerdo. Desde el otro lado de mi terraza, veo parte del Teatro Romano. La imagen de turistas curiosos se ha quedado solo en fotos para el recuerdo. Desde mi terraza, pienso que la vida parece haberse detenido para siempre. Pero no. Duele decirlo. La vida sigue, pasa, nos sobrepasa. Y el tiempo corre sin tener en cuenta si nosotros vamos con él. Y eso lo sé porque veo que el sol vuelve a esconderse otro día más y yo sigo aquí. En mi terraza.