Hay que reconocerle a Manuela Carmena su coraje para reconocer que se equivocó al crear la plataforma Más Madrid, con la que concurrió a las elecciones municipales de 2019 y perdió la alcaldía de Madrid.
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Lo ha hecho el pasado viernes en una entrevista, muchos meses después de la derrota, eso sí. Pero otros no lo hacen nunca, por muy grosero que sea el error. Para algunos, el equivocado siempre es el pueblo, que no tiene ni idea de votar; o la prensa, que no les trata bien. No ha reconocido su error de cálculo, por ejemplo, su compañero de formación, Íñigo Errejón, que se presentó el pasado 10N como la gran esperanza blanca de la izquierda con Más País y consiguió tres escaños.
No lo ha hecho tampoco Albert Rivera, que pasó en seis meses de 57 diputados a diez y dimitió, pero nunca admitió que su empecinamiento y sus errores han puesto a Ciudadanos en riesgo de desaparecer.
Probablemente los tres han sido víctimas del mismo virus, más letal para un político que el coronavirus, que es la soberbia. A Albert Rivera le convenció su entorno de que era el Macron español, el Kennedy barcelonés que anhelaba España para solucionar los problemas que acarrean los nacionalismos. Su éxito en Cataluña había sido tan fulgurante, y su salto al escenario nacional tan exitoso, que era imposible que los electores no apreciaran su brillante talento de estadista. En el imaginario de Rivera y de sus más íntimos llegar a la Moncloa sin necesidad de pactos estaba al caer, era cosa de un par de elecciones. Su intuición política, que le había guiado hasta hace unos meses, le falló y se estrelló.
A Íñigo Errejón le perdieron quienes le retrataron, muchos desde la prensa, como la cabeza mejor amueblada de la izquierda española. Se emborrachó de superioridad intelectual y llegó a la conclusión de que su verbo privilegiado debía tener premio en las urnas. ¡Cómo no lo iba a tener, y además gordo!
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A Manuela Carmena también la halagaron lo suficiente para que se viese como la gran alcaldesa de Madrid, capaz de traspasar trincheras de partido, de clase e ideológicas para concitar el apoyo de toda la ciudad. Y también se equivocó. Su edad, que suele aportar dosis de prudencia, no la blindó contra las alabanzas y la autocomplacencia.
Los tres cayeron en la trampa que nos pone la vanidad para perdernos: convencernos de que somos seres providenciales, imprescindibles, amados por las masas. Todos tenemos nuestras pequeñas dosis de vanidad, también la gente corriente a la que no nos aplauden por hacer nuestro trabajo. En la política esa vanidad se reparte por toneladas. El culto al líder es la norma, incluso en las democracias. La gran ventaja respecto a los regímenes autoritarios es que, antes o después, las elecciones libres obligan a aterrizar hasta al líder más endiosado.
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Cuando despertaron de su ensoñación, Carmena, Rivera y Errejón se encontraron con que el apoyo popular no era ni de lejos el esperado por su ego inflamado. El espejo deformante en el que se miraban les tapaba la realidad y les confundió. También Sánchez pecó de soberbia al forzar unas elecciones de las que esperaba mejores resultados. En su caso, la salida de emergencia de un gobierno de coalición le está salvando de tener que reconocer que sí, que él también está infectado del virus de la soberbia.
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