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El sábado fui a comprar en Mérida cosas que no puedo encontrar en Cáceres. Podría haber comprado por Internet, pero resulta más aburrido y, sobre ... todo, no viajas y no conoces. En Extremadura se va mucho a Mérida por cuestiones oficiales: te acercas a una consejería a ejercer de pedigüeño, asistes a un congreso porque tienes que asistir, te convocan a una reunión de algún consorcio, algún programa nuevo, alguna iniciativa singular... La última vez que fui a Mérida se trataba de una excursión escolar, ya saben, visita al Teatro Romano, una tragedia griega en el escenario y vuelta a casa, sin tiempo ni para un café. Pero nada de lo anterior es ir a Mérida, todo eso es trabajar.
Ir a Mérida de verdad es viajar con tiempo, demorarte en el paseo, tomar algo sin prisas, pararte a ver escaparates, mirar a la gente con curiosidad, perderte por esas calles y callejas que siempre acaban llevándote al templo de Diana. Eso es ir a Mérida y es así como vuelves a fijarte en esa parte de la ciudad que no es bonita, pero tiene casas que se adivinan sólidas e inmensas, llenas de patios y habitaciones, con fachadas sencillas que esconden cientos de metros cuadrados.
Ir a Mérida es perderse por esas calles, las que siempre acaban en el templo de Diana, e ir escogiendo dónde cenar: ahora son los restaurantes los que muestran una portada pequeña y poco llamativa, pero comedores interiores largos, profundos, de sala en sala, con bóvedas antiguas, paredes gruesas y cartas sencillas con toques personales. Se cena bien en Mérida y te encuentras con singularidades como la del único restaurante plenamente vegetariano que resiste en Extremadura.
Descubrí varios aparcamientos nuevos, lo cual es indicativo de la actividad de una ciudad. Y en la calle Santa Eulalia me fui deteniendo en los escaparates en busca de detalles tontos de esos que no van a ningún lado, pero entretienen mucho.
Por ejemplo, en una tienda de cosas ricas y selectas, junto a vinos de alto nivel, conservas exclusivas y embutidos caros y especiales, había una sección dedicada al café Camelo, que no tiene mucho valor, pero sí mucho encanto y mucha historia, un café paradójico que se vende en las tiendas de barrio, sobre todo en Semana Santa, Navidad y verano, cuando las abuelas hacen acopio de café para las visitas de los nietos y los hijos y, claro, compran el de toda la vida, el que ellas identifican con el lujo, el torrefactado en Portugal tras la Guerra Civil, el que traían los contrabandistas, un café que solo tomamos los extremeños, que ningún cafetero exigente considera café de primera, pero que se ha convertido en un producto nuestro, extremeño y de casi nadie más. Llevarse a Madrid un lomo 'doblao' y un paquete de café Camelo es algo que solo pueden hacer los turistas que van a Mérida y visitan sus tiendas de productos regionales.
Tras admirar y desear una colección de jabones italianos con sus dispensadores preciosos, que se exhibían en una tienda de Santa Eulalia, llegué a la plaza de España y se me escapó un ¡oh! asombrado. ¡Qué guapa está por la noche, qué ambiente en las terrazas, qué bonito contraste el del sonido majestuoso e incesante de la fuente, las estufas con fuego, las pipas de agua sobre algunas mesas, las terrazas iluminadas con gracia...! Hay que ir a Mérida y no solo a reuniones, congresos y consejerías.
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