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Salud mental: reflexionespara después de la tempestad

No hay mejor inversión que en la salud. A ver si nos ha servidopara algo la tragedia y nos hemos enterado. No es una buena épocala que está por venir, pero aún estamos a tiempo de hacerla menos mala

Francisco J. Vaz Leal

Martes, 12 de mayo 2020, 23:50

AUNQUE empiezan a aparecer signos de que, tras la devastadora tempestad SARS-CoV-2, la calma podría estar cerca, se va a tratar seguramente de una calma chicha, en el sentido más preocupante del término, durante la que emergerán problemas que hoy por hoy están en un segundo plano, velados por la grave situación.

Planteaba Durkheim en su obra clásica sobre el suicidio que en tiempos de guerra se fortalece el sentimiento de integración colectiva de los ciudadanos y los suicidios disminuyen, reapareciendo el problema, paradójicamente, con el restablecimiento de la paz. Ahora estamos en guerra contra un enemigo común; la sensación de ser vulnerables, la desaferentación sensorial promovida por la reclusión, la exposición a una información monocorde y la ritualización de nuestros hábitos (palmas a las ocho, cacerolas a las nueve), contribuyen, entre otros factores, a fortalecer un sentimiento de integración social que se disipará a medida que lo haga la prescripción del aislamiento. Entonces volveremos a estar solos y sacaremos la cabeza del agujero para enfrentarnos a un panorama desolador. En este contexto, los trastornos mentales repuntarán, convirtiéndose en poco tiempo en un grave problema de salud pública al que deberíamos ir pensando cómo dar solución. Ha sucedido en otros países; no pensemos una vez más que a nosotros no nos va a pasar.

Mitigada la tempestad, y en primer lugar, volverán a las consultas los pacientes que se encontraban en tratamiento cuando la COVID-19 hizo su entrada en escena. A pesar de los esfuerzos que hemos hecho por mantener el control clínico mediante teleasistencia, muchos pacientes habrán empeorado con el aislamiento prolongado y la interrupción de los programas asistenciales y de rehabilitación. A estos retornos habrá que sumar la llegada de los pacientes que, estando en lista de espera, no han podido recibir asistencia al decretarse el confinamiento hace dos meses.

Un segundo grupo de demandas vendrá dado por los casos que han aparecido o aparecerán en breve como reacción frente al estrés generado por la epidemia. Se tratará básicamente de trastornos ansioso-depresivos, trastornos del sueño, situaciones de duelo y otros problemas similares. A su aparición contribuirán (y mucho) las consecuencias económicas de la epidemia: despidos, cierres de empresas, reducción de ingresos por las medidas de distanciamiento social... Dentro de este grupo, una parte importante de la demanda procederá de los propios profesionales sanitarios implicados en el tratamiento de pacientes contagiados, muchos de ellos también infectados.

Finalmente, un tercer grupo de demandas emergentes estará constituido por las peticiones de valoraciones e informes clínicos para apoyar reclamaciones, solicitudes de ayuda, separaciones y denuncias asociadas a problemas de relación, etc.

Esto es lo que está por venir, lo queramos ver o no. No creo que desvele ningún misterio diciendo que nuestra red asistencial de salud mental estaba saturada (y más que saturada) antes de que el SARS-CoV-2 nos visitase. Los equipos asistenciales se las veían y se las deseaban para dar una respuesta mínimamente efectiva a una demanda claramente sobredimensionada. Si sobre esta situación de base añadimos el previsible incremento de la demanda, no hay que ser demasiado listos para aventurar que, o ponemos solución al problema, o la red asistencial se verá en poco tiempo colapsada e inutilizada.

Mi propuesta concreta para que no nos veamos abocados a tan indeseable situación se basa en dos puntos: 1) hay que ponerse a la tarea sin perder un minuto; y 2) hay que situar una vez más la clave de la intervención en el nivel primario. Se trataría, sencillamente, de desplegar de forma inmediata una red básica de Salud Mental en Atención Primaria. Dentro de este esquema, los profesionales de salud mental deberíamos asumir el compromiso de formar a los médicos de familia para que pudiesen identificar precoz y efectivamente los problemas y se hiciesen cargo de los tratamientos psicofarmacológicos básicos, contando en todo momento con la garantía de una adecuada supervisión. Al mismo tiempo, habría que incorporar psicólogos clínicos a los centros de salud, para que se ocupasen del manejo psicoterapéutico de la mayor parte de los casos detectados, mediante intervenciones de efectividad probada y duración limitada en el tiempo. Mediante protocolos claros y específicos se determinaría qué casos podrían ser tratados en los centros de atención primaria y cuáles otros, por su complejidad y/o gravedad, necesitarían un abordaje intensivo en las unidades de salud mental o en los hospitales, siendo derivados solamente estos pacientes al segundo o tercer nivel. Pero siempre con la condición previa de que los equipos (ambulatorios y hospitalarios) estén suficientemente dotados.

Como se puede ver, es una simple cuestión de invertir en salud, pero no hay mejor inversión. A ver si nos ha servido para algo la tragedia y nos hemos enterado. No es una buena época la que está por venir, pero todavía estamos a tiempo de hacerla menos mala aplicando el sentido común a la solución de nuestros problemas.

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