E l presidente francés, Enmanuel Macron, ha proclamado esta semana el fin de la abundancia, y al escuchar frase tan redonda me acordé de aquel reproche que culpaba a los ciudadanos de haber vivido por encima de sus posibilidades en la crisis de 2008. La culpa, por lo visto, no era ni de los gobernantes ni de las instituciones internacionales que no advirtieron los signos del declive económico, ni siquiera de las entidades financieras que contribuyeron con sus productos basura; los culpables eran quienes habían pensado que podían comprarse una vivienda y pasar 15 días en la playa sin que ello tuviera consecuencias.
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Abundancia, ¿para quién? La realidad de la pobreza energética apareció mucho antes del conflicto ucraniano y de sus repercusiones sobre el precio de la luz y el gas; el movimiento propiamente francés de los chalecos amarillos tampoco es de ahora y sí en cambio fruto de la falta de horizonte de los habitantes de los suburbios, que en nuestro país podíamos equiparar, en parte, a la precariedad laboral de los jóvenes, que gastan su sueldo en pagar un piso compartido. El líder de la izquierda, Jean-Luc Melenchon, ha recordado que Francia tiene nueve millones de pobres. Lo que Macron llama abundancia, él lo denomina irresponsabilidad.
Tal vez la elección de la palabra abundancia no fuera la más adecuada, pero también es posible que Macron lleve razón en el fondo; no hay que negarle que ha tenido la capacidad de liderar un debate mundial sobre los cambios a los que parece que nos enfrentamos, empezando por la limitación de los recursos naturales consecuencia del cambio climático, pero también, y eso nos ha sorprendido más, por la escasez que ha llegado a las nuevas tecnologías agravada con los problemas de distribución.
Pensábamos, en suma, que los países asiáticos eran capaces de hacer de todo y además enviárnoslo enseguida, mantener un ritmo frenético y una capacidad infinita de producción pero hemos comprobado que no: que nos faltan componentes eléctricos, como en su día mascarillas, y por tanto un empresario extremeño ve bloqueada su empresa porque debe esperar un año a que le llegue el nuevo camión. Eso es novedad, signo inesperado de este nuevo contexto, el punto de inflexión al que aludía Macron.
Esa abundancia, que desde hace mucho habíamos adoptado por normalidad, la de comprar un coche o el confort de los hogares, es la que se tambalea. También la de los valores democráticos cuando confirmamos que los regímenes semitotalitarios cada vez ocupan más en el mapa europeo: ahí está Hungría y la ultraderecha encabeza las encuestas en Italia. Y por supuesto Putin y aliados. Ya no se puede decir de forma tan contundente que la vieja Europa es sinónimo de democracia, del mismo modo que no es tan seguro como antes disponer de calefacción, como están temiendo en la dependiente Alemania.
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Hace tiempo, un profesor extremeño que hablaba como un llanero solitario de contaminación lumínica y promulgaba el ahorro energético porque los recursos naturales no son infinitos, contaba que las ciudades europeas, las alemanes de manera especial, estaban mucho más apagadas que las de España, donde no llevamos bien siquiera el tibio alumbrado LED. Pasa lo mismo con la moda de los campos de golf que agotaron las reservas de agua del levante español o los parques llenos de césped de los nuevos barrios como imagen de supuesta prosperidad, frente a la tierra que se puede ver en ciudades de Francia, por ejemplo. Quizás se malinterprete tildar todo eso de abundancia, pero sí es cierto que hay que replantearse hábitos de vida que no están acorde con la aceleración del cambio climático, ni con la nueva geopolítica que utiliza las fuentes de energía como arma de guerra.
Sí, el invierno se acerca como se nos recuerda a menudo, pero no es una frase de ficción, sino una realidad cada vez más inestable.
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