Durante unos días ha permanecido en esta villa la reina Isabel de Castilla, una joven de apenas 26 años, pero de mirada firme y carácter determinado. Con tal motivo, los cacereños me han puesto limpia y reluciente, engalanada y llena de pendones y banderas. Y ... buena falta me hacía, porque los últimos tiempos han sido malos. Primero, por las reyertas entre los dos bandos de nobles (el 'linaje de arriba' y el 'linaje de abajo') peleando por desempeñar los cargos del Concejo. Además, porque tras la muerte del Enrique IV, dos mujeres pugnan por el trono de Castilla: Juana, su hija (lo sea o no) e Isabel, su medio hermana (que sí lo es). Esta guerra civil dura ya más de dos años y está siendo muy violenta, sobre todo en estas tierras de la Alta Extremadura.

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Por ambas causas mi solar estaba maltrecho. Era necesario, pues, acabar con esta situación. Y el hecho que cambió todo tuvo lugar el 30 de junio de este año (1477), uno de los días más grandes en mis dominios. ¿El lugar? Junto a la muralla almohade que me rodea; en concreto, frente a la Puerta Nueva, rematada por Nuestra Señora de la Estrella mirando intramuros.

El gentío lo llenaba todo, arremolinándose en torno a la puerta. Estaban presentes todos: miembros del Concejo, nobles, caballeros, hijosdalgo, también pecheros y vecinos del pueblo llano.

En la tribuna elevada, a un lado, tres regidores actuando como testigos principales y al otro lado –sobre una mesa cubierta de tela adamascada–, el Fuero de Cáceres, manuscrito sobre pergamino de cuero encuadernado en piel y con sello de plomo pendiente colgado en hilos de seda.

En un momento dado y con la multitud en sonoro silencio, sube a la tribuna la joven Reina Isabel, que permanece en el centro, dominadora. Y entonces el bachiller Fernando Mogollón –rodilla en suelo– se pone frente a ella y con voz solemne le requirió que «jurase guardar y no revocar mi Fuero y privilegio municipal y todas las libertades, franquezas, exenciones y buenos usos y costumbres», concedidos en 1229 por el Rey Alfonso IX. Y también que «jurase no enajenar de la Corona real» esta villa a ningún noble ni señor, permaneciendo para siempre como siempre he sido: villa de realengo. Y por último, que «jurase guardar y no revocar el privilegio de las alcabalas», o lo que es lo mismo, que las ventas intramuros no tengan que pagar impuesto en cada transmisión, perpetuando para siempre el tradicional mercado franco (franco de alcabalas).

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Ante ello, poniendo su mano diestra sobre los Santos Evangelios y mirando hacia el Libro del Fuero, la joven reina afirmó que, puesto que se lo pedían por merced, lo tenía por bien y así lo cumpliría y que no vendría nunca contra ello ni contra parte de ello en ningún tiempo. Y concluyó: # Sí juro. Amén #

Y el escribano Luis Gonçález de Cáçeres –en mi nombre–, levantó acta del juramento de la reina, en testimonio de verdad.

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