En marzo de 2013 tuve el inmenso honor de acceder a la Alcaldía de Badajoz tras la renuncia de Miguel Celdrán. Probablemente, el mayor reto de mi vida. Porque Miguel Celdrán se iba voluntariamente, en busca de una merecida jubilación. Porque dejaba su responsabilidad después ... de 18 años al frente del Ayuntamiento. El alcalde que más tiempo ha estado en el cargo a lo largo de nuestra historia. Porque lideró un cambio sin paliativos en la ciudad durante su mandato, en lo social, en lo económico y en lo cultural. Un cambio que convirtió a Badajoz en una fuerte capital de provincias, la primera ciudad de Extremadura por su población, potencial e influencia y un referente transfronterizo.
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Hablar de los éxitos de Miguel Celdrán no supone ningún esfuerzo porque ahí están los resultados, las hemerotecas y los hechos tangibles y objetivos. Cualquier aspecto de Badajoz sobre el que hablemos destacando su avance o progreso, su transformación real, su modernización o su rehabilitación pasa por el impulso que a ello dedicó. Desde el Nuevo Vivero a la Plataforma Logística, desde una poderosa programación cultural hasta una promoción de las fiestas –el Carnaval, por ejemplo, que regresó a nuestra ciudad en 1981 gracias al entusiasmo, desde el año anterior, de un grupo al que él pertenecía; o la Semana Santa, alcanzando un esplendor nunca antes conocido–, desde una intensa actividad social por todos los barrios y pedanías hasta la transformación o creación de parques, pistas deportivas o centro cívicos, desde su implicación con el deporte profesional y aficionado hasta su amor por la feria de San Juan y el nuevo Ferial. La huella de los gobiernos de Miguel Celdrán es clara y contundente.
Sin embargo, todos esos proyectos que él lideró se basaban en su profundo amor a su ciudad, donde todo el mundo lo conocía y donde él conocía a casi todos. Y su carácter socarrón, afable, directo, cercano, sin medias tintas, sincero, simpático y la sonrisa y ese carisma suyo tan especial por delante. Antes de ser alcalde, antes, incluso, de ser concejal en la oposición, Miguel Celdrán ya era un hombre de y para Badajoz, un activista de todo cuando el activismo aún no existía. Estuvo 18 años al frente de una ciudad en la que creía, a la que amaba generoso y permanente entusiasmo y para la que quería las mejores oportunidades y los mejores deseos cumplidos. Miguel Celdrán era buena persona, pero, sobre todo, era una persona buena sin aristas, capaz de lograr consensos, dialogar hasta la saciedad y superar, con entereza, las mayores adversidades. En ese sentido, tal vez la crisis que tuvo que afrontar con mayor determinación por el daño y el dolor personal, social y físico que soportó la ciudad fue la riada que arrasó importantes zonas de Badajoz. Fue al principio de su mandato, pero tuvo las energías suficientes como para situarse al frente de una ciudad herida que logró ponerse de nuevo en pie.
Por lo que a mí respecta, estuve con él desde el principio, junio de 1995. Fueron años difíciles, pero todo lo que sé, se lo debo a él. Fue el padre, el amigo, el jefe, el compañero que necesité para ir desempeñando las distintas obligaciones que me fue encomendando. No se engañen: él era, a pesar de su afición por las bromas, un buen gestor, duro, inteligente, reflexivo, pero, al mismo tiempo, de ese tipo de personas que sabe hacer equipos, que sabe dirigirlos, dejar que sus equipos trabajen y brillen en sus distintas responsabilidades. Era un hombre del pueblo, que llegó a la política para seguir haciendo lo único que sabía hacer: trabajar por los demás.
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Llegué a ser alcalde de Badajoz teniendo que sufrir la pérdida de mi padre. Ahora, cuando se acerca el final de mi etapa en esa labor, debo lamentar la pérdida de alguien que se comportó como un padre para mí, tanto en lo personal como en lo político. Descanse en paz el mejor alcalde de Badajoz.
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