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El inglés sigue definiendo las dos Españas. Una, la que manda a sus niños a Irlanda desde que tienen uso del lenguaje. Otra, la que se empeña en no hablarlo
Ana Zafra
Lunes, 12 de junio 2023, 08:17
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Ana Zafra
Lunes, 12 de junio 2023, 08:17
Cada cual hablará su idioma, pero el español es el más claro», decía mi abuela, quien no salió de Cuenca hasta que tuvo que marcharse al Madrid de barrio obrero donde sus hijos se habían visto forzados a emigrar.
Era un tiempo en blanco y ... negro, de Ángelus a las doce y coplas de mucho sufrir. Luego vinieron el color, las suecas, los Beatles o la democracia. Y el inglés.
Tres generaciones –de guerra, posguerra y antiguerra– fueron disolviendo un analfabetismo impuesto, seguido de una escolarización interrumpida en el 36 –que hizo que, por ejemplo, mis padres valorasen la escuela como la mejor herencia que dejarnos– hasta conseguir que los nacidos en los sesenta sintiésemos la cultura como un ascensor social.
Hoy los agricultores competentes ya no conforman un cuadro de Millet, rezando cabizbajos al mediodía. Saben consultar el oráculo de los satélites, las cotizaciones de mercado o la legislación vigente. Dependen tanto del sol o la lluvia como de un señor de Bruselas hablando en extranjero.
Las canciones son en inglés y el turismo, ese gran invento, contribuye un 8% a nuestro Producto Interior. Sin embargo, paradójicamente, el inglés sigue definiendo las dos Españas. Una, la que manda a sus niños a Irlanda desde que tienen uso del lenguaje. Otra, la que enarbolando una indisposición genética patria, se empeña en no hablarlo, ya sea por incapacidad preasumida o porque, total, el español es el más claro. Y el más español.
Hace poco, en el Facebook del precioso pueblecito granadino donde nació mi suegro, alguien –en este caso en francés– contaba que sus padres habían emigrado de allí y que le gustaría contactar con algún familiar. Un oriundo, tajante, respondió «aquí se habla español». A pesar de que otro usuario tuvo a bien traducir a la peticionaria, explicando su origen español y su imposibilidad de expresarse en esa lengua, el contumaz negacionista insistió en su rechazo y la franco-granadina se dio por vencida.
Lo que podría parecer una simple muestra de catetismo pertinaz, se ve últimamente refrendado por comentarios de algunos de nuestros ínclitos políticos. Así, Núñez Feijóo opina que hablar inglés es elitista y Abascal se queja de tanto inglés en las aulas y pide «poner en valor» –expresión incorrecta en castellano– el español.
Cabría preguntarse por qué, si para una oposición cualquiera suele exigirse nivel medio de inglés, para representar nuestros intereses en Europa no es aconsejable hablar su lingua franca.
Igual Feijóo solo piensa expresarse en las cumbres iberoamericanas. Ay, no, que si va tiene que hacerse fotos con dictadores.
Servidora lleva cuarenta años intentando enseñar inglés a alumnos de condición, mayormente, humilde, cansada de que ese burdo negacionismo lingüístico imprima animadversión a aprenderlo.
Por eso pediría que nadie hiciese de la ignorancia una bandera. Ni lanzase consignas de campechanismo españolista mientras paga profesores nativos para sus retoños. Incluso más esfuerzo en hablar bien el idioma propio sin detrimento de intentar comprender el ajeno.
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