Andaba yo estos días a vueltas con el tema del feminismo. Concretamente con el mío, el cincelado no sé si en mi ADN o en ... ese desván de la conciencia donde almacenamos cachivaches que un día alguien termina desempolvando y trayendo a la memoria.
Publicidad
Pensaba, sin mucho pensar, que mi generación somos como esos coches híbridos, a caballo entre el progreso eléctrico y el lastre «gasólico», que, sin demasiada autonomía cuando se cargan a la red, terminan acudiendo al combustible fósil para seguir funcionando con lo de siempre.
En mi familia, de clase humilde, origen rural y colonizadores de una ciudad con barrios a medio construir, servidora fue la primera en terminar una carrera. Ilusa, me sentía, sin saberlo, lo que ahora llaman «empoderada». Saqué una oposición, conseguí sueldo propio y abrí mi mente. Miraba a las matriarcas familiares casi con pena. Su vida se había «malgastado» dedicadas al hogar, hijos y un marido que, afortunadamente, las había tratado como reinas, eso sí, de su casa.
Así que, insisto, «empoderada» total, me convertí –nos convertimos– en «súpermujer», trabajadora competente, madre muy madre, activista de causas múltiples y al día con el mundo. Claro que, sin invocarlo, mi paquete femenino profundo –que al bufido de «ya lo hago yo» iba apartando a mi compañero vital de aquello que asumía como cosa mía– incluía limpiar, cocinar, cuidar mayores e intentar sacar el mejor partido a mi parca ración de belleza. Es decir, hacer lo mismo que mi madre, pero estresándome el doble y creyéndome feminista. Muy feminista.
Publicidad
Hace unos días, debido al caso del señor Monedero, me sorprendí pensando algo que me llevó a replantearme mi «sólido» feminismo. El podemita –cuyos usos fueron conocidos y tapados por el partido más feminista de la historia– fue acusado de acoso sexual por baboseos diversos. Servidora –término, lo sé, de reminiscencias católico-machistas– pensó «tampoco es para tanto», pasando, inmediatamente, a escandalizarme de dicho pensamiento.
Y es que las mujeres del 'baby boom' hemos lidiado toda la vida con el típico «manolarga» que, con o sin copas, iba arrimándose a quien pillase. Recuerdo, siendo estudiante, coger el metro atestado de gente y pasarme el trayecto colocándome el bolso en el culo y la carpeta en el pecho protegiéndome de aquellos –muchos– que intentaban una alegría mañanera aprovechando el vaivén. Salir de noche implicaba volver con miedo y la regla era una lacra vergonzante. Y todo eso lo teníamos asumido como normal. Una molestia más en la lotería genética. Incluso llegábamos a plantearnos si, acaso, no habríamos sido nosotras quienes, con una sonrisa o un escote de más, habríamos provocado aquella rijosidad.
Publicidad
No sé si las jóvenes aún sentirán los miedos de antaño, pero me alegro de que, al menos, ya no sientan la culpa. Tampoco sé qué es «empoderamiento», pero espero que sea la fuerza para desafiar a babosos como Monedero y aclararles que a ellas las tocan, solo, aquellos que a ellas les apetezca.
Primer mes sólo 1€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.