Eran días raros. Despertarse y pensar que el tiempo era casi tuyo, sin prisas, contrastaba con la sombría losa del aislamiento impuesto, del estupor, del miedo. En casa, la radio, que sonaba intentando llenar el hueco de las voces de amigos ausentes, resultaba la prueba ... de vida de un exterior casi prohibido. Su runrún constante, sin embargo, parecía absorber todos los ruidos, los de dentro y los de fuera, cuando llegaba el momento, puntual e ineludible, de las cifras macabras. Números que hablaban de un todo enorme, denso y fatal, compuesto de muchas nadas. Nada de esperanza, nada de luz, morir sin nada ni nadie.
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El superhombre que había domesticado las nubes y los átomos resultó ser vulnerable y quebradizo. Las alas de una remota mariposa, en forma de pangolín o murciélago, habían levantado un tornado que iba envolviendo al mundo mientras escupía muertos.
Éramos tan frágiles que necesitábamos creer.
«Resistiremos», decíamos. Y sí, algunos resistieron, aunque con jirones en el alma. «Todo saldrá bien», escribíamos, cuando ese «bien» significaba volver a nuestra rutina, semi-mediocre y medio-feliz, que tan imposible parecía. Y, sobre todo, «de esta saldremos mejores». Llegamos a creérnoslo porque había gente dejándose la vida por ayudar, profesionales de la salud exhaustos, repartidores cansados, voluntarios, vecinos que se preocupaban si no te veían salir a aplaudir.
Fue en esos días cuando en el vecindario alguien propuso coser mascarillas caseras. Un vecino traía los materiales y otros, máquina de coser en ristre, cortábamos y uníamos las piezas. Recuerdo la estricta higiene con que me sentaba a confeccionarlas mientras me preguntaba quién usaría esas prendas que mis manos inexpertas acoplaban como podían. Sobre tela azul, empecé utilizando hilo de ese color. Al acabarse usé blanco y, finalmente, negro. Me desagradaba que sus costuras, torcidas e irregulares, se notasen tanto, pero eran días en que salir a comprar hilo no era prioritario.
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Oigo ahora otras cifras impactantes. Millares de mascarillas desaprovechadas, kilos de dinero mal empleado y, sobre todo, toneladas de indecencia.
Ancianos indefensos, ciudadanos de toda condición agonizando, sanitarios con bolsas de plástico como único escudo contra un gigante que los iba cercenando. Y, mientras tanto, una legión de carroñeros acudiendo a enriquecerse con los despojos del miedo y el dolor. Gusanos necrófagos que reptaban sin escrúpulo alguno entre los poderosos.
Y recordando esas tardes al calor de la radio y el afán por llegar a cien, a doscientas mascarillas, sufriendo por no tener hilo suficiente, pienso lo ingenuos que éramos, casi ridículos, con nuestros pequeños paquetes caseros frente a los fardos traídos por quien sabía cómo y a costa de qué encontrarlos.
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Claro que, cada una de nuestras humildes prendas llevaba impregnada toneladas de dignidad porque, puntada a puntada –torcidas, irregulares– íbamos inoculando la única vacuna que conocíamos, la del cariño y la esperanza, contra el virus de la codicia y la corrupción.
El mismo virus que se empeña en recordarnos que no. Que «mejores» no saldremos nunca.
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