Seguramente conozcan la expresión «victoria pírrica». Pirro, rey de Epiro, en el 279 a. C., tras ganar la batalla de Ásculo sobre los romanos, viendo ... que miles de sus hombres habían muerto, exclamó «Otra victoria como esta y estamos perdidos». Por eso, se califica de «pírrica» aquella victoria que inflige tal devastación al vencedor que, a la larga, termina deviniendo en derrota.
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Últimamente, servidora observa con cautela, si no con miedo, cuán alegremente se urge a librar batallas, caiga quien caiga, en la sed por ganar a cualquier coste, sin calibrar si, acaso, no se estará planeando un éxito que implique, en su ser, un gran fracaso.
Me explico. Escucho nombrarse «patriotas» a quienes, bajo el dogma «aznariano» de «quien pueda hacer que haga», incitan a la acción, más por dañar al contrario –al que consideran enemigo– que por el bien común, sin pararse a considerar las consecuencias.
«Patriota», de «patria», en latín «tierra de los padres». ¿Qué padre querría eliminar a cualquiera de sus hijos? ¿No es la paternidad un paraguas protector que ampara a todos los nacidos en su seno? Blancos y negros, rojos y azules y hasta el hijo más pródigo encuentra en el buen padre el acogimiento salvador.
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En su patriotismo exhibicionista acuden a soflamas sobre un pasado de héroes belicosos, batallas grandiosas, guerras y revanchas. Tiran de un árbol genealógico común para rememorar gestas que no siempre fueron tales.
Numancia no sé rindió, pero todos murieron o fueron hechos esclavos. El Cid fue un mercenario que, con un ejercito mayormente de musulmanes, sirvió cinco años al rey taifa Al-Mutamim. Y en el 36 alguien pensó que, pudiendo hacer, haría. El resultado: una guerra fratricida, más de medio millón de muertos, familias rotas y un país destrozado económica y moralmente.
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Por eso, cuando escucho apelar a la lucha –dialéctica, política, mediática–, me invade la desazón. Cuando oigo a quienes ultrajan la democracia, socavan instituciones, siembran el miedo e incitan a la acción basada en la inquina, tiemblo. Proclamar el tremendismo fatal, el «todo vale» para dañar al otro es extremadamente peligroso. Una vez calentadas las huestes es fácil disparar populistas ideas grandilocuentes: la de hacer un país grande de nuevo (aunque nunca haya sido tan grande, si no en territorios, sí en derechos) o la de tomar el cielo por asalto, aunque quien lo pregone nunca haya creído en la divinidad del firmamento.
¿De verdad merece la pena jugarse el futuro, herir nuestra convivencia, sembrar el odio, arriesgarse a una contienda solo por la exigua victoria de demostrar que somos mejores patriotas que quienes opinan diferente? ¿Qué queremos?, ¿otra Guerra Civil?
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Servidora tiene hijos a los que desea una vida sin conocer la guerra. Y mayores que no merecen volverla a vivir. No quiero que los salvapatrias decidan por mí. Ni que levanten el polvo que nuble la visión de nuestra paz, imperfecta, pero paz.
Porque entre honra y barcos prefiero barcos. Son, siempre, más necesarios.
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