Recuerdan aquella escena de 'Casablanca' en la que Ingrid Bergman, viendo a los alemanes entrar en París, suspiraba «el mundo se derrumba y nosotros nos ... enamoramos»? Pues una sensación parecida, pero sin alemanes, tuvo servidora la semana pasada visitando a una pareja joven que –¡oh, heroicidad!– acaban de comprarse una vivienda.
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Mi «yo» sentimental sintió una punzada de envidia viendo su ilusión. Ese brillo de orgullo percibiéndose dueños de algo importante, como si al asumir la responsabilidad de la deuda ingresasen en una nueva categoría de adultez. La alegría de los proyectos inmediatos –esta pared, verde; allí, un sofá– habiendo, apenas, dejado atrás los días en que jugaban a ser mayores.
Claro que mi «yo» práctico se empeñaba en pensar en las privaciones que una hipoteca implica. Las renuncias, frustraciones, miedo, valentía.
Y, sobre todo, en la excepcionalidad que representan en una sociedad donde los jóvenes tienen un verdadero problema para acceder a la vivienda. Mientras los salarios han ido creciendo al ritmo de la inflación, los precios de casas y alquileres se han disparado de tal manera que emanciparse se convierte en una meta cada vez más lejana para muchos hijos (y también para muchos padres, la verdad) pues dos de cada tres jóvenes entre 18 y 34 años viven con o dependen de sus progenitores.
Tampoco es que el camino del alquiler sea fácil. Recuerdo deambular por Madrid en busca de una habitación para mi hija estudiante. Aun con precios desorbitados –el alquiler medio supone, como poco, la mitad del sueldo de un joven–, cada entrevista se convertía en una suerte de casting –por el propietario o los mismos inquilinos– por lo que había que intentar caer bien y esperar a resultar el elegido.
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No parece que el problema encare una rápida solución. Afrontamos un déficit de construcción debido al encarecimiento de materiales y la falta de mano de obra. Lo complicado es prever si un mercado regulado favorecería el acceso o si esa regulación desalentaría a los inversores.
Claro que luego están algunos constructores catalanes quienes, obligados a destinar un porcentaje a viviendas sociales, proponen hacer dos entradas a cada edificio (o urbanización) para que por un lado entren los propietarios ricos y por otros los de segunda categoría.
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Con este panorama, la situación demográfica se va oscureciendo. Si nuestros jóvenes no se emancipan pronto, tardan en formar un proyecto de futuro. Y de tener hijos casi ni hablamos porque para cuando se hayan «estabilizado» a su reloj biológico apenas si ya les quedarán campanadas.
Un hogar propio es el primer paso hacia ese proyecto. Un refugio. Un rincón donde resguardarse de las inclemencias de un mundo cada vez más loco.
Porque esa es otra. Dan ganas de mirar alrededor y preguntarse si, en medio del lío propio y el caos ajeno –con poderosos gerifaltes disponiendo del planeta a su antojo–, aquella frase mítica no sería ahora «el mundo se derrumba y nosotros nos hipotecamos».
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