Cual David Copperfield (el ilusionista), Carles Puigdemont hizo un «ahora me ves, ahora no me ves». El expresident escapista apareció de improviso el jueves en un escenario en el centro de Barcelona, tras siete años fugado de la justicia española, dijo cuatro memeces a lo ... Brian confundido con el Mesías, desatando los vítores de sus fanáticos seguidores, y volvió a desaparecer para bochorno y desconcierto de los Mossos, cuyo jefe al día siguiente admitió: «No lo vimos venir». Aunque más bien fue que no lo vieron irse.
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Alega la cúpula de la policía catalana que no esperaba un «comportamiento impropio» del bueno de don Carles, que confiaba en su buena fe y en que se dejaría capturar a las puertas del Parlament, como dejó entrever con su promesa de volver para la investidura del nuevo president. La candidez de los Mossos sería enternecedora si no fuera por los más que conocidos antecedentes del burlador de Waterloo, un hombre anuncio más que de palabra y con amiguetes en el cuerpo autonómico, como prueba el arresto de tres agentes acusados de ayudarle a huir.
Sin embargo, más sorprendente aún es que ni la policía que controla nuestras fronteras ni el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) detectaran la entrada en nuestro país del bufo líder de Junts, que, según alardeó uno de sus adláteres, Jordi Turull, ya cenó el martes en la Ciudad Condal. No obstante, lejos de asumir parte de su responsabilidad en la 'refuga' de Puigdemont, el Gobierno, por boca del factótum de Pedro Sánchez, Félix Bolaños, echó balones fuera y endosó toda la culpa del desaguisado a los Mossos.
El silencio del Ejecutivo sobre el papel de sus fuerzas de seguridad y, sobre todo, del CNI en este ridículo institucional resulta más que sospechoso. Hay palabras que no dicen nada y silencios que lo dicen todo. Lo cierto es que el 'show' escapista de ese pastiche de Tarradellas y Trump le ha venido pintiparado a Sánchez para desviar el foco de atención desde la investidura del socialista Salvador Illa gracias a su polémico pacto con ERC hacia el narcisista delfín de Artur Mas.
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Desde el pasado jueves, Puigdemont ha copado todo el protagonismo mediático, con permiso de los Juegos Olímpicos, y se ha dejado de hablar del caro precio pagado por los socialistas a los republicanos catalanes a cambio de su apoyo a Illa: un concierto económico a la vasca y navarra. Una medida regresiva e insolidaria que el Gobierno nos quiere vender como todo lo contrario. Ahora resulta que son de izquierdas el principio neoliberal de que reciba más no quien necesita más sino quien aporta más a la caja común y la idea timocrática de que quienes más tienen tengan más derechos y oportunidades que quienes menos tienen. Hasta en estos tiempos líquidos en que se acepta barco como animal acuático y no hay verdades, sino posverdades, cuesta asumir ese orwelliano concepto de la justicia social.
Por recomponer la convivencia en Cataluña, el electorado progresista ha estado dispuesto a tragarse los sapos de los indultos, la eliminación del delito de sedición, la rebaja del de malversación y hasta la amnistía. Pero con las cosas de comer no se juega y, por eso, para buena parte de la progresía española, sobre todo en las comunidades menos favorecidas, lo del concierto catalán no es que sea desconcertante, es inaceptable, pues atenta contra las grandes banderas de la izquierda: la igualdad y la solidaridad.
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