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El creciente descrédito de las democracias liberales se debe en buena parte a que, a partir de los años 80 del pasado siglo, se fueron ... volviendo cada vez menos liberales y más neoliberales. Es decir, priorizaron las libertades económicas sobre las políticas y los derechos sociales. La semilla del diablo la sembraron Thatcher, Reagan y los del Consenso de Washington con su recetario minarquista.
Este recetario, ante el que claudicaron los socialdemócratas, generó una ilusión de prosperidad alimentada con crédito barato. Los Reyes Magos ya no eran papá Estado, sino los mercados. Después, cuando el castillo de ladrillos se vino abajo en 2008 y estalló la Gran Recesión, los fundamentalistas del mercado antepusieron la defensa de los grandes acreedores a la de los ciudadanos que se quedaron sin trabajo o sin casa y obligaron a tragar a los países más endeudados su quinina de austeridad para garantizarse el cobro de su libra de carne. Todo ello no hizo sino abrir aún más la brecha entre los más y los menos pudientes.
Y cuando el mundo estaba saliendo renqueando de la Gran Recesión, llegó la pandemia de covid y la economía se paró en seco. Entonces, los gobiernos decidieron desempolvar algunas fórmulas keynesianas. Pero cuando el coronavirus perdía virulencia, estalló la guerra de Ucrania y espoleó la inflación, lo que llevó a los bancos centrales a subir de forma drástica los tipos de interés. Esa combinación fatal de precios y tipos altos sacudió las economías domésticas y azuzó el malestar social.
Un malestar que aumenta entre los jóvenes, pues siguen siendo carne de precariado y aún perciben salarios de hambre. Ello les impide acceder a una vivienda digna, sobre todo en grandes ciudades donde los precios y los alquileres son prohibitivos. Se ven privados así de un derecho reconocido por el artículo 47 de la Constitución Española, que, además, exhorta a los poderes públicos a promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo dicho derecho. Mas, como lamenta la filósofa Victoria Camps, los gobiernos no responden a esa exhortación o lo hacen con regulaciones tímidas que no llegan a aplicarse, «porque el mercado es muy poderoso y no hay valentía política suficiente para ponerle límites».
Como advierte Camps, esta falta de reacción del estado de bienestar a desafíos como la accesibilidad a la vivienda es una de las causas del malestar actual que aprovechan los populismos para captar a jóvenes desencantados que, ante la falta de expectativas, han perdido la fe en utopías fracasadas como la comunista y la capitalista, que coincidían en prometer un progreso continuo hacia un paraíso futuro. De resultas, perdida la fe en el futuro, hay una creciente legión de mileniales y 'zoomers' que miran con nostalgia un pasado «de orden» idealizado hasta el punto incluso de sostener que «con Franco se vivía mejor».
Sin embargo, el recetario económico nacionalpopulista ahonda en un ultraliberalismo que agrandará las desigualdades y agravará la precariedad de los menos pudientes y, por tanto, de muchos jóvenes, como se está viendo en la Argentina de Milei y veremos en el EE UU del tándem Trump-Musk. Un tándem que da la razón al economista griego Yanis Varoufakis cuando advierte que «el capitalismo está muerto» y que ha sido reemplazado por «algo peor», lo que llama «tecnofeudalismo». Así, los nuevos señores tecnofeudales como Elon Musk, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg han reemplazado al Estado y al mercado como Reyes Magos en el imaginario neoultraliberal.
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