Esta semana me he desayunado con dos noticias que me han causado estupefacción, pues parecen sacadas de un capítulo de 'Black Mirror' o 'Years and Years', o cualquier otra serie, película o novela distópica.

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Una es que la Comisión Europea que preside la alemana Ursula ... von der Leyen ve con buenos ojos crear campos de deportación de inmigrantes sin papeles en terceros países, a imagen y semejanza de lo que está haciendo el Gobierno de la neofascista Meloni en Albania, aunque, por lo pronto, la justicia italiana ha tumbado tan nefando plan de ecos nacionalsocialistas y ha obligado a trasladar a Italia a los 16 egipcios y bangladesíes enviados al país balcánico.

La otra noticia de tintes eugenésicos que me ha inquietado es que el Ejecutivo del laborista Starmer plantea recetar inyecciones adelgazantes a los desempleados obesos en el Reino Unido, con el argumento, según el 'premier' británico, de ayudar a «reducir la presión sobre el Servicio Nacional de Salud» y la economía, al «permitir que la gente vuelva a trabajar». Starmer hizo este anuncio, ¡oh, casualidad!, horas después de que la multinacional farmacéutica Eli Lilly revelara su intención de invertir casi 335 millones de euros en las islas británicas. Esta empresa fabrica Mounjaro, uno de los fármacos adelgazantes, junto a Ozempic y Wegovy, utilizados para tratar la diabetes y la obesidad.

Ambas noticias, a primera vista, nada tienen que ver una con la otra, pero responden a una visión economocista, utilitarista y, en definitiva, capitalista de la sociedad. A saber, quienes no son productivos y resultan una onerosa carga para las arcas públicas, como parados y migrantes irregulares, son arrojados a los márgenes, a las fosas o a las cunetas de un estado cada vez más del malestar y menos del bienestar en la que los perdedores de la globalización no encuentran su lugar en el mundo, ni tampoco los soñadores ni los buscadores de sueños. Así, parados y migrantes son tratados cual 'replicantes' de 'Blade Runner' que dejan de ser útiles y son 'retirados'.

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Pero como ya en 1994 el crítico de la posmodernidad Fredric Jameson, recientemente fallecido, advirtió, «hoy día nos resulta más fácil imaginar el deterioro total de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo». Es más, parece que estamos dispuestos a sacrificar la Tierra para sostener el sistema capitalista, incluso a abrazar una versión edulcorda del fascismo, eso que se ha dado en llamar nacionalpopulismo o populismo a secas. «La diferencia entre el populismo de hoy y el viejo fascismo es que la democracia está siendo erosionada desde dentro a través de su degradación cualitativa diaria, y no atacada frontalmente», explica el escritor Antonio Scurati (El País, 13 de octubre), creador de una imprescindible biografía novelada de Mussolini cuyo cuarto volumen, 'M. La hora del destino', acaba de publicarse.

Scurati lamenta que «no sentimos una conexión con las generaciones que nos han precedido, ni con las que nos seguirán, y esto hace que vivamos en una especie de olvido idiota, un eterno presente que no recuerda y no espera». Un presente distópico que anula nuestra esperanza y nuestra memoria histórica y nos hace vulnerables de nuevo a los cantos de sirena nacionalpopulistas, esos que azuzan odios y alimentan y esgrimen el resentimiento y el miedo del pueblo –que, como dice Scurati, se resume en el miedo al inmigrante– como arma revolucionaria y de cambio. Un cambio, en realidad, gatopardiano.

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