¿Qué ha pasado hoy, 1 de abril, en Extremadura?

Las navidades generan sentimientos antitéticos. Mientras para unos son días de júbilo y encuentro, para otros lo son de pesadumbre y desencuentro; mientras para los ... más son fechas de reunión con la familia, para los no tan menos rompen familias; mientras a muchos resucitan la esperanza, a no pocos despiertan melancolía. Eso sí, para todos son tiempos de nostalgia por gente con virtudes del epitafio que nos dejó huella y ya cruzó el Aqueronte.

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El escritor y columnista de The New York Times David Brooks define las virtudes del epitafio como aquellas de las que se habla en nuestro funeral, por las que nos rememorarán: si éramos amables, valientes, honestos, fieles, solidarios… Contrapone a estas las virtudes del currículum, que son las habilidades que ofrecemos en el mercado laboral y contribuyen al éxito profesional.

Por supuesto, las virtudes del epitafio son más relevantes que las del currículum, que nadie recordará cuando hayamos muerto. Pero, como lamenta Brooks, «nuestra cultura y los sistemas educativos pasan más tiempo enseñándonos las habilidades y estrategias que necesitamos para el éxito laboral, que los atributos necesarios para irradiar ese tipo de luz interior». Así, advierte, «muchos tenemos más claro cómo construir una carrera externa que las estrategias para mejorar nuestro carácter interno». Y buena culpa de ello la tiene un sistema economicista que prima el tener y parecer sobre el ser, y el rendir y producir sobre el vivir, y, por tanto, nos impele a desarrollar nuestras virtudes del currículum.

Prueba de ello es que la referencia mundial de la educación es el cacareado informe PISA, que elabora una institución económica, la OCDE. El recientemente fallecido Federico Mayor Zaragoza, quien, entre otras muchas cosas, fue director general de la Unesco, nos exhortaba (Ethic, 4 de febrero de 2020) a alejarnos de las recomendaciones de dicho estudio, «que, por ejemplo, nos dice que los niños tienen que saber más inglés», lo que consideraba «un disparate», pues «es confundir educación con capacitación, porque un niño puede saber inglés y ser un perfecto maleducado».

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Para Mayor Zaragoza, la escuela ha de conseguir cuatro finalidades: aprender a ser, aprender a conocer, aprender a hacer y aprender a vivir juntos. «Esto es educación. Esto, y no lo demás. Y quienes tienen que hablar de educación son los maestros, y ayudarlos los filósofos, los poetas, los artistas. No los economistas ni los políticos», zanja quien también ejerció de ministro de Educación y Ciencia entre 1981 y 1982.

En mi carrera periodística me han marcado mucho más compañeros por sus virtudes del epitafio que por las del currículum, es decir, más por su educación que por su capacitación, más por su personalidad que por su profesionalidad. Es el caso de Amparo Parra, un torbellino de vitalidad, y Manuel Macarro, la personificación de la sofrosine, quienes a final de año dejan el diario HOY, la que ha sido su casa laboral durante más de media vida, al ganarse anticipadamente el jubileo.

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Ambos comparten la categoría humana de George Bailey, el personaje interpretado por James Stewart que protagoniza '¡Qué bello es vivir!', el clásico cinematográfico navideño por antonomasia, paradigma de eso que los esnobs llaman 'feel good movies' (películas para sentirse bien) y los cínicos posmodernos tildan de cine buenista. La moraleja de esta fábula moral se puede sintetizar con estos versos de Miguel Hernández que Mayor Zaragoza nos instaba a no olvidar nunca: «La solución es ir por la vida con el amor a cuestas».

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