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Otra vez el mundo se estremece ante una masacre en un colegio de Estados Unidos. Ya sabemos por experiencias anteriores cómo se desarrollan los acontecimientos ... en estos casos, por eso casi no necesitamos acercarnos a los noticiarios. Un chico con problemas psicológicos y dificultades para relacionarse, muchas veces víctima él mismo de acoso escolar, irrumpe en una escuela, con frecuencia su propia escuela, y dispara indiscriminadamente a quienes tienen la desgracia de cruzarse en su camino. En los minutos que dura la espiral de violencia, los pasillos y las aulas se van llenando de cadáveres. Lo hemos visto a menudo en películas, muchas veces a cámara lenta. Estamos hartos de verlo en videojuegos en los que un personaje con un arma en cada mano salta de pantalla en pantalla disparando en todas direcciones y a toda velocidad.
En el escenario real de la escuela lo que sigue a continuación también lo conocemos: el aviso a la policía, la llegada de los agentes, la entrada en el edificio y la persecución del chico hasta encontrarlo y abatirlo a tiros. Puede que las cámaras de televisión ya se encuentren en las inmediaciones y entonces se pueda ver salir a unos profesores sobrecogidos que todavía intentan proteger a unos niños cuyas miradas vacías nos cuentan que han presenciado muy de cerca el horror.
Luego las horas se suceden y poco a poco nos va llegando el recuento imparable de las víctimas y el momento difícil de las identificaciones. En medio del dolor, vamos rellenando los datos particulares de este caso. Esta vez han sido diecinueve niños y dos profesoras. Los periodistas realizan las comparaciones oportunas de cifras que nos ayudan a situar esta masacre entre las demás. El lugar, Uvalde, en Texas. La pantalla nos muestra el rótulo con el nombre de la escuela, Robb Elementary School, que nos recibe con las palabras «Welcome» y «Bienvenidos», dando muestras de una comunidad educativa bilingüe. Al poco tiempo los informativos cuentan ya con imágenes del asesino facilitadas por la policía. Analizamos el rostro que nos muestra la pantalla. Sí, otra vez se trata solo de un crío. En su cara se percibe ese rictus de fastidio que hemos visto tantas veces en cualquier adolescente. Pero ahora, tras la matanza, adivinamos en la mirada penetrante del chaval la semilla del odio.
Cuando llega la noche, a las puertas de la escuela ya se ha congregado un buen número de personas que encienden velas y depositan flores, mensajes y juguetes en señal de duelo. Empiezan a difundirse las imágenes de los niños convertidos en víctimas cuando no tocaba, como esas heladas que llegan en medio de la primavera. Esta vez, al parecer, pertenecían todos a la misma clase de cuarto curso. Contemplando sus rostros infantiles, el dolor une a quienes se apostan a las puertas de la escuela. También nosotros, a miles de kilómetros, bajamos la cabeza con tristeza, nos decimos que ha vuelto a suceder y nos preguntamos hasta cuándo.
Al fondo sigue el murmullo de la emisión que conecta ahora con algún político, desde el alcalde de la localidad hasta el presidente, pasando por senadores y congresistas. Escuchamos sus condolencias, sus análisis, sus propósitos. No podemos evitar que sus palabras nos suenen a huecas porque ya las hemos escuchado muchas veces. En esta ocasión el presidente Biden y la vicepresidenta Harris se han mostrado especialmente indignados, y es posible que su indignación sea sincera, ya que es cierto que han trabajado, aunque sin éxito, por regular el uso de las armas en el país. Pero pese al énfasis y la emoción, sus invocaciones suenan también a derrota. Ellos, mejor que nosotros, conocen el sentir de un país con un alto porcentaje de ciudadanos convencidos de la necesidad de poseer armas. Ellos, mejor que nosotros, saben que no cuentan con la mayoría suficiente para dar pasos firmes hacia cambios relevantes que afectan a artículos claves de su Carta Magna.
Es cierto que desgracias como esta pueden suceder en cualquier parte del mundo, pero resulta desoladora la frecuencia con la que se desencadenan en escuelas norteamericanas. Un par de años después de que se estrenara la película 'Bowling for Columbine' (2002) me encontraba ejerciendo como profesora en Badajoz y consideré que la cinta de Michael Moore merecía ser vista por mis alumnos del Centro de Educación de Adultos 'Abril'. Michael Moore trataba de plasmar en ella los hechos concretos que desembocaron en la matanza de Columbine en 1999, así como el tipo de sociedad que producía tragedias de este calibre. Moore explicaba, con datos muy concretos, la pasión por las armas y la facilidad con la que se pueden adquirir en Estados Unidos. En un momento del documental, a modo de ejemplo, él mismo se dirige a un banco, procede a abrir una cuenta y nos muestra cómo la entidad le regala un arma. Nunca olvidaré que, al ver esa escena, una de mis alumnas comentó: «Anda, aquí si abres una cuenta te regalan sartenes y cacerolas. O una maleta».
Me pareció que el comentario explicaba mejor que cualquier disertación la diferencia que nos separaba de la mentalidad de los ciudadanos que retrataba Michael Moore, muchos de los cuales explicaban al cineasta que creían absolutamente necesario dormir con un arma bajo la almohada, ya que nunca se sabe qué peligro puede estar acechando.
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