Si usted es uno de los 1.200 extremeños que paga el impuesto de patrimonio, pues enhorabuena, significa que tiene posibles; pero como la condición humana es así, seguirá echando en falta estar empadronado en Madrid o Andalucía, donde además de tener un buen colchón, podría dormir aún más tranquilo. España ya recauda por patrimonio 1.000 millones menos que en 2008, y Extremadura apenas ingresa cinco (la mitad que entonces), que enseguida se dice que es poco dinero, y es cierto si lo comparamos con la totalidad del presupuesto regional, pero luego demandamos tener profesores de apoyo en los colegios, especialistas que refuercen la atención mental entre los jóvenes, o enfermeras que completen las plantillas con un poco más de holgura. Así, a bote pronto, yo creo que con cinco millones se puede contratar a bastantes profesionales.
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Ya sé que no todo es tan sencillo. Que también ayuda a generar actividad, y proporciona por tanto otros ingresos al Estado si mejora el PIB, el que los ciudadanos y empresas tengan dinero y no se sientan asfixiados por la carga fiscal. Pero, en fin, esa es una teoría económica y lo otro es pájaro en mano.
El caso es que faltan ocho meses para las siguientes elecciones y un año mal contado para las generales y parece que los impuestos serán un campo de batalla donde se intentarán recoger los votos que den la victoria. Efectivamente, ha comenzado una puja entre las comunidades autónomas no solo por atraer empresas, lo que los manuales siempre han llamado dumping fiscal, sino por quedarse con los más ricos, para no cobrarles. Leo que, en 2017, Madrid ya había dejado de ingresar 995 millones por no tener el impuesto de patrimonio. A esa cifra pónganle como banda sonora las quejas de Isabel Díaz Ayuso por todas las carencias que según ella sufre su comunidad por culpa de otros.
Extremadura es de las comunidades que, en proporción, más ingresa por impuestos propios, por hacer uso de su autonomía fiscal, pero aquí no hay demasiado donde arañar; por eso necesitamos de la solidaridad de otros, es decir que se recaude donde hay riqueza. Somos receptores de la redistribución a la que obliga la financiación autonómica y la europea, pero los impuestos hacen posible apuntalar los servicios públicos que cada día demandamos que funcionen como un reloj. Si se va renunciando a ellos, como hizo Reagan, como hizo Thatcher y ahora su discípula, la nueva primera ministra británica Truss, se conseguirá como ocurrió entonces: deterioro de la sanidad, por ejemplo, a cambio de un aumento del patrimonio de las personas que ya tenían más acumulado, como reflejan las estadísticas históricas.
El equilibrio fiscal es necesario, que las economías no se ahoguen ni los tributos resten ganas de invertir a nadie. Que la Administración recaude más tampoco garantiza que lo emplee siempre de forma correcta, pero lo que es seguro es que cuanto más presupuesto maneje, más acciones podrá llevar adelante de modo positivo para la colectividad. Si una de las cosas ha demostrado la pandemia es que se requiere un Estado razonablemente fuerte, con un nivel de servicios públicos que pueda atender con suficiencia a los ciudadanos.
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Los impuestos son terreno abonado a la demagogia política. Su complejidad, el hecho de que no hay fórmulas exactas que garanticen el éxito y la necesidad de colar un buen titular reducen cualquier debate a un eslogan diario sin capacidad de profundizar, y en la seguridad de que la mayor parte de los ciudadanos comprará a la primera lo de pagar menos. Pero eso no es excusa, sino que debería aumentar la responsabilidad para no utilizar la fiscalidad como un cebo electoral desbordado.
El ministro Escrivá ya ha planteado, aunque de manera informal, lo de recentralizar siguiendo el modelo australiano para evitar luchas territoriales. Como ya sospechábamos, no son las banderas lo que más separa, sino la posibilidad de ser más ricos.
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