En las últimas semanas han corrido ríos de tinta sobre Ana Obregón y su ‘nieta’. No es para menos y no seré yo quien diga ... que se ha hablado demasiado del tema. Se trata de una cuestión que, lejos de situarse en el ámbito privado como algunos se empeñan en repetir, entra de lleno en la esfera social y política. Desde luego en la jurídica, pues la utilización de una mujer para gestar un bebé que va a ser registrado como hija o hijo de otra persona no es legal en nuestros país. ¡Qué cosas! La practica no es legal pero desde 2010 es posible la inscripción en España de estos niños que viene de otros países. Quizá hubiera sido mejor “deshacer” la instrucción que lo permite en lugar de rasgarnos las vestiduras, trece años después, y tirar de política declarativa cuando alguien, de nuevo con poder social y económico, recurre al alquiler de una mujer para gestar.

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No obstante, los ríos de tinta sobre el tema han puesto el foco en otros aspectos además de en los legales y éticos. Mucho se ha hablado de la edad de la actriz hasta que supimos que era la abuela, mucho se especuló sobre la paternidad de la niña hasta que supimos que era el hijo, también sobre la identidad de la madre que algunos califican de biológica para distinguirla de la registral, o de las motivaciones de Ana Obregón. Su ‘ya no volveré a estar sola’ ha originado diversas interpretaciones. Los hay que celebran que la niña sea la cura a la tristeza y a la soledad por la pérdida de un hijo y los hay que consideran que un bebé no puede ser instrumento de resolución de problemas emocionales. Periodistas, psicólogos, médicos forenses y amigas copan tertulias en donde lo emocional impregna e intoxica la conversación.

Durante estas semanas he seguido con interés todo lo escrito y dicho, a favor y en contra, pero me gustaría mencionar dos aspectos que a mi juicio están de fondo y a los que no se ha prestado atención, dos aspectos que suministran contexto. El primero de ellos tiene que ver con la legitimidad social del dolor, me refiero a que no todos los dolores tienen la misma aprobación y comprensión social y estarán conmigo en que existe un absoluto consenso en identificar la muerte de un hijo como la causa del mayor dolor que puede vivir una persona. Quizá esto explique la mirada benevolente y comprensiva, incluso favorable, de muchos y el sentimentalismo de una parte de la argumentación, como si el dolor más legitimado del mundo sirviera a su vez para legitimar la acción. Se hace imposible no empatizar con una madre cuyo hijo ha muerto pero al menos a mi me ha resultado imposible no preguntarme también si ese terrible dolor puede justifica cualquier cosa.

La segunda cuestión de fondo tiene que ver con la dificultad que parecemos tener en las sociedades actuales para enfrentar los contratiempos y pérdidas, como si existiera una creciente aversión hacia el sufrimiento en una cultura que valora el placer inmediato, la felicidad y el bienestar como metas supremas y que nos lleva a evitar el sufrimiento y a enfocarnos sólo en lo positivo, impregnados de esa positividad tóxica de la que hablan algunos filósofos. Una sociedad en la que, por otro lado y como nos recordaba el sociólogo Zygmunt Bauman, el consumo nos permite resolver cualquier problema de la vida cotidiana con solo acercarnos a la estanterías de un establecimiento.

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No me cabe duda de que este contexto social dificulta que enfrentemos realidades como la muerte y la enfermedad y la asunción de que son elementos naturales, aunque dolorosos, de la experiencia humana. Sostengo que hacerlo puede tener una aspecto positivo en nuestro bienestar individual y social. Así sea.

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