La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos supuso un reto para los periódicos estadounidenses, varios de los más potentes del mundo, ... que debían informar sobre un político entregado a propagar de forma directa sus propios bulos. Las redes sociales han facilitado de modo extraordinario la difusión de informaciones falsas, las fake news, que siempre han existido, ojo. A Trump le cerraron su cuenta de Twitter (y creó su propia plataforma) cuando asaltaron el Capitolio quienes no aceptaban el resultado de las elecciones, que él mismo se había encargado de deslegitimar previamente.
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El pasado domingo hemos visto unos incidentes muy parecidos en Brasil, donde los fanáticos de Bolsonaro, que no ha llegado a reconocer el triunfo de Lula, irrumpieron en la sede del Supremo, el Congreso y hasta el palacio presidencial.
En ambos casos, los graves disturbios constituyen el epílogo de actitudes previas de la clase dirigente y sus entramados gubernamentales, tendentes a desprestigiar las informaciones y los medios que no son complacientes con ellos, y al mismo tiempo generan un estado de opinión apropiado y frentista a través de esas redes sociales a su alcance y sin filtro.
El discurso trumpista consiguió calar hasta tal punto que personas sensatas para cualquier otra conversación eran impermeables al esfuerzo de grandes medios como The New York Times, por ejemplo, por desentrañar la verdad. Trump consiguió hacer creer a millones de norteamericanos que las fake news eran las que les llegaban a través de ellos.
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Es muy probable que las imágenes de Estados Unidos y las que hace siete días se repetían como un calco en Brasilia nos resulten del todo ajenas y que haya quien piense que eso nunca podrá ocurrir aquí y solo sucede en lugares lejanos, como los tsunami. Y es cierto que en nuestro país estamos muchos peldaños por debajo de ese estado de cosas y clima de tensión al que contribuyen la desinformación y los discursos populistas, pero a veces comprobamos que nos encontramos en la misma escalera.
Sin ir más lejos, al día siguiente de los sucesos de Brasil comenzó en Badajoz el juicio en el que se juzga a ocho personas por delitos de odio, calumnias y pertenencia a grupo criminal, con solicitudes de penas que se elevan hasta los 13 años de prisión, que no resultan una broma. Se les acusa de utilizar la red social Facebook para lanzar informaciones falsas con las que desestabilizar el gobierno municipal que entonces presidía el popular Francisco Javier Fragoso. ¿Les suena?
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Forman parte, además, algunos de ellos del mismo grupo de personas que tampoco dudaron en desacreditar las informaciones e incluso a los periodistas que desvelaban sus trapacerías cometidas a través de perfiles falsos. No es el Capitolio, no es la ciudad futurista brasileña, era la Plaza de España de la capital pacense el objeto de los ataques alimentados con los mismos medios y similares objetivos, y hasta con iguales dosis de resentimiento.
En España, desde la irrupción de Vox en el panorama político nos hemos ido acostumbrando a los discursos inflamados. Recuerden que la ultraderecha, y hasta Pablo Casado en su día, han insistido en llamar presidente okupa a Pedro Sánchez, un insulto que ha hecho fortuna y repite el público asistente a los actos de cada 12 de octubre, en otra forma de descrédito de las instituciones.
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Y en el reciente y largo vodevil para la renovación del Tribunal Constitucional hubo acusaciones mutuas de golpistas entre el PSOE y el PP, y de golpistas con toga además dirigida desde Podemos al poder judicial, en uno de los momentos más delicados.
De la sensatez que demuestren los políticos y sus aparatos en este año electoral y del modo en que todo esto sea digerido por la sociedad que recibe esos mensajes, calentados mil grados más en las redes sociales y sus bulos, dependerá la distancia a la que estamos de lo que vemos por televisión.
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