Conozco a una persona a la que le gustaba tener, durante todo el año, un portal de Belén en su mesa de trabajo bajo el ... rótulo 'En esta oficina siempre es Navidad'. ¿Por qué? Porque la solidaridad, la paz y el amor asociados a esta celebración no deberían restringirse solo a estas fechas, decía. El razonamiento era de una lógica irrebatible: después de comernos el roscón, no debemos volver a las malas costumbres. Pero yo no dejo de preguntarme si realmente alguna vez las dejamos atrás.
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En la recientemente acuñada «tardebuena» empiezan ya a olvidarse estos valores al dejar caer el peso de los preparativos en la (casi siempre) anfitriona, ya sea por parte de los jóvenes que salen a divertirse, o los no tan jóvenes que prefieren sentarse en casa a esperar a que llegue la hora y le sirvan la comida (que por costumbre ha de tener algún «pero»). En la mesa nunca faltan los comentarios hirientes o de mal gusto. En Nochebuena, cada vez se respira menos paz.
Pocos días después, en Nochevieja, el debate ideológico se convierte en invitado de honor. La conversación se torna fascinante: que si una está muy gorda o la otra muy flaca. Hay que ver el vestido de una o la estampita de la otra. El debate entre las dos cadenas acaba indefectiblemente derivando en el debate por el feminismo que, dependiendo de la ideología, representa una, otra, ambas o ninguna. En la cocina, de nuevo, la anfitriona recogiendo los restos de la cena mientras la familia prosigue la discusión en el salón. Y doce uvas. Doce deseos. Doce propósitos. E incontables animales y personas autistas temblando en una esquina tras la última campanada. La empatía, ese propósito de Año Nuevo que nunca cumplimos.
Se acercan los reyes magos y entonces la vorágine consumista llega a su apogeo.. Regalar es una obligación, y ya no vale regalar cualquier cosa. En la mañana del día 6, cada vez más exigencias por parte de los niños; cada vez peores caras por parte de los adultos. Al menos les queda el consuelo de haber llenado el paraguas de caramelos la noche anterior. La solidaridad y el amor, los regalos más difíciles de conseguir por falta de existencias.
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Será que los años empiezan a pasar también para mí y me he sumado a esa falsa creencia que nos inculcó Manrique de que «cualquier tiempo pasado siempre fue mejor»; o que le he cogido el gusto a mirar la realidad a través del espejo cóncavo, pero siento que la Navidad ha perdido su magia. Echo de menos esa época en la que lo más importante era la ilusión de los niños y en la que los mejores regalos no estaban envueltos bajo el árbol. Por eso, en estas fechas siempre me acuerdo de mi amigo y de su belén, y es entonces cuando pienso en el propósito que cada año deberíamos esforzarnos por cumplir: que la Navidad vuelva a ser la Navidad y, solo entonces, que todos los días sean Navidad.
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