El pasado domingo, televisiones, periódicos y redes sociales se inundaron con fotografías de Carolina Marín llorando junto a su entrenador en el suelo de la pista tras lesionarse en un partido que tenía encarrilado y que le valdría el pase a la final olímpica. El ... panorama se agravó cuando, tan solo unas horas después, a las lágrimas de Carolina le seguían las de Carlitos Alcaraz, que perdía la medalla de oro ante un Djokovic intratable.
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Imagino que a estas alturas ya se habrá publicado más de una reflexión acerca de lo cruel que a veces puede ser el deporte y la enseñanza extrapolable a la vida que se deduce de este hecho, pero no quería dejar de aportar mis conclusiones ante la que se ha convertido en la imagen de estas olimpiadas, porque yo también me conmoví con los gritos de Carolina y sentí su dolor como si fuera mío; porque la frustración y la derrota son emociones a la que nadie es ajeno; porque la del fracaso es una historia en la que todos hemos sido protagonistas alguna vez.
Se nos educa en la creencia de que el esfuerzo es garantía de éxito y eso nos ha impedido prepararnos para la derrota, a pesar de que es con ella con la que más a menudo tenemos que convivir. La frustración tiene mucho más de cotidiana que de excepcional: autores que envían manuscritos a editoriales sin lograr contratos de edición; opositores que se preparan durante años sin conseguir una plaza; jóvenes que no alcanzan la nota de corte para la carrera deseada; grandes amores que nunca serán correspondidos; o sueños sin cumplir. Pequeñas batallas que perdemos todos los días, decepciones a las que no acabamos de acostumbrarnos porque todo aquello que no termina de la manera deseada lo consideramos un fracaso personal. Pero a veces no es tan sencillo: a veces, alguien roza la medalla con los dedos y un mal apoyo es suficiente para poner fin al sueño olímpico; a veces, es solo un golpe de suerte el que decanta que la pelota caiga de un lado u otro de la red.
Es nuestra incapacidad para gestionar la derrota la que nos impide ver que esta también puede ser la antesala de la victoria: Carlitos no fue único que sucumbió al llanto en la Philippe Chatrier, también el serbio sintió el sabor de la sal en los labios al alzarse con el oro, un sabor que ya había probado en olimpiadas anteriores al quedarse fuera del podio. Esto demuestra que el camino que conduce al éxito o al fracaso es en realidad el mismo, y es un detalle ínfimo, que poco o nada tiene que ver con el esfuerzo, lo que provoca que el camino desemboque en lágrimas de dolor o en lágrimas de alegría. Por eso siempre debe haber humildad en la victoria y orgullo en la derrota. El éxito y el fracaso, ya lo dijo Rudyard Kypling, no son sino dos impostores a los que hay que tratar siempre por igual.
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