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Martín Olmos
Opinión

Lloronas

Tribuna ·

La antigüedad ha llorado a sus muertos y resulta de especial significación lo reflejado en las tragedias clásicas, de griegos y romanos, por las que podemos participar ahora del eco del quebranto de la pérdida de sus seres queridos

Cecilio J. Venegas Fito

Farmacéutico

Miércoles, 6 de noviembre 2024, 22:51

Con alguna frecuencia desempolvo o me reto a encontrar determinadas lecturas infantiles, secuencias textuales en verso o en prosa que quedaron para siempre cinceladas en mi memoria y que ahora con la ayuda de buscadores o la prodigiosa inteligencia artificial acuden completas a mi pantalla ... con el regalo añadido de poder averiguar su autoría, y rematar toda su extensión.

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Hace unos días le tocó el turno a un recuerdo vago, proveniente de algún libro de lecturas, avivado por estas fechas de noviembre, en torno a la inveterada costumbre consistente en hacer del duelo por los difuntos una representación teatral. De dicho texto averigüé que se debía a la excelente pluma de Ricardo Palma, cenital costumbrista peruano, que nos informaba hace ya más de un siglo que: «Existía en Lima hasta hace cincuenta años una asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana. En España dábanles el nombre de plañideras; pero en estos reinos del Perú se las bautizó con el de doloridas o lloronas».

Y es que no bien fallecía prójimo que dejase hacienda con qué pagar un funeral medio decente, cuando el albacea y los deudos se echaban a la calle en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar.

Que el gobierno colonial hizo lo posible por desterrarlas del Perú, lo prueba un bando o reglamento de duelos que el virrey Teodoro de Croix mandó promulgar en Lima con fecha 31 de agosto de 1786, y que figura en su Biblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 del bando: «El uso de las lloronas o plañideras, tan opuesto a las máximas de nuestra religión como contrario a las leyes, queda perpetuamente proscrito y abolido, imponiéndose a las contraventoras la pena de un mes de servicio en un hospital, casa de misericordia o panadería». Sin embargo, parece que este bando fue, como tantos otros, letra muerta.

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La antigüedad ha llorado a sus muertos y resulta de especial significación lo reflejado en las tragedias clásicas, de griegos y romanos, por las que podemos participar ahora del eco del quebranto de la pérdida de sus seres queridos. «Séate la tierra leve», pretendían para sus difuntos, para los que se atestiguaban dos muertes: la física y la del olvido para cuando ningún otro mortal guardara su memoria.

El libro de Jeremías, Antígona y Hamlet constituyen altos y profundos ejemplos de planto y lamentación, en prototipos que suelen resultar feminizados desde la civilización egipcia, 'La Ilíada' y 'La Odisea'. Quizás esas lloronas antes aludidas y sus contratantes pretendieran erigirse en sucesores del mundo clásico. Las unas en Electra. y los otros en Eurípides.

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El lamento puesto en boca de varones es también muy frecuente, aún lo incompatible de tal lamento con la imperturbabilidad atribuida al estereotipo de la condición masculina. Así, la madre de Boabdil el Chico reprochaba a su hijo: llora como mujer lo que no supiste defender como hombre; cuando este se detuvo, supuestamente en el lugar ahora conocido como 'Suspiro del Moro', para contemplar por última vez su perdido palacio de La Alhambra de Granada.

La literatura española es un verdadero y monumental alegato de llanto por la pérdida, y siendo así comienza precisamente con una secuencia prodigiosa, aquella que indica que de los sus ojos tan fuertemente llorando que figura en el 'Cantar de Mío Cid'.

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Poemas y cantos llanos registran importantes ejemplos de lamento (endecha o planto, «llanto»), desde las 'Coplas por la muerte de su padre', de Jorge Manrique (1476) hasta el 'Llanto por Ignacio Sánchez Mejías'. de Federico García Lorca (1935) o la 'Elegía a Ramón Sijé', de Miguel Hernández (1936).

También todas las otras artes contienen llantos que van desde los réquiems orquestales hasta la escultura funeraria. Aún en una técnica tan relativamente reciente como la de la fotografía queda registrado en siglos pasados el mudo grito del dolor con la costumbre de visitar los estudios fotográficos con los cuerpecitos inanes de pequeños recientemente fallecidos, para obtener una última imagen.

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Los cementerios españoles, todos, contienen destacables ejemplos a mitades de piedad unas veces, y otras de pompa y circunstancia. Recordemos que en el siglo XIX, los mandamientos judiciales podían incluir que el entierro se celebrará sin pompa, tal era la importancia que como castigo adicional podía infringirse a un ajusticiado.

Finalmente, y visto y comparado todo lo anterior, es inevitable para mí contrastar una frase cuyo sentido paradójico quizás entronque con nuestro actual, en determinados momentos, modo minimalista de la existencia y sus expresiones, compuesta por Ad Reinhardt y popularizada por Mies Van der Rhoe.

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Así conviene poner de manifiesto que a veces hay más sentimiento en una sola lágrima que en un llanto. Y es que efectivamente quizás también en todo este tema, como en tantos otros, hayamos descubierto que «menos es más».

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