Celdrán: «¿Qué cree, que somos chorizos?»
APENAS TINTA ·
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Tardé en cogerle el tranquillo a Miguel Celdrán. Y eso que en la Redacción de este periódico tenía de incombustible valedor al fotógrafo Alfonso, amigo del alcalde desde muchos años antes de que fuera alcalde. Alfonso no se cansaba de decirme que su amigo Miguel ... era lo que parecía: un hombre simpático, alegre, cercano, de fina inteligencia y que mataba por Badajoz, y no un hombre que se hacía el simpático para parecer todo lo demás. A pesar de que no recuerdo ni una sola vez en que hacer caso al imprescindible Alfonso me hubiera perjudicado, yo seguía desconfiando. Admito que mi parecer sobre Celdrán estuvo mucho tiempo condicionado por uno de los males de nuestro tiempo y que en un periodista es imperdonable: el de creer antes a mis manías que a la realidad.
Desde el principio no me cayó mal, pero no acababa de caerme bien, esa es la verdad. Y el principio es muy al principio: cuando Luis Ramallo lo presentó como cabeza de cartel del PP en 1991. En su primera rueda de prensa Celdrán ya estuvo dicharachero, quizás no mucho pero demasiado para mi gusto, que por aquel entonces consideraba –ya ven, qué cosas– que ejercer la política exigía una cierta solemnidad que aquel hombre no tenía.
Mi impresión de que Celdrán era un señor sobre todo gracioso tardó diez o doce años en caer, pero cuando lo hizo fue a plomo y por un suceso inesperado que muy pocas veces he mencionado, ni siquiera en círculos reducidos. Yo entonces era jefe de la sección de Deportes de HOY y un mediodía de verano nos llegó el soplo de que un rato después Miguel Celdrán, muy en secreto, se iba a reunir en el Ayuntamiento con un industrial forastero que pretendía comprar el Club Deportivo Badajoz. Me fui al Ayuntamiento. El policía de la puerta me dijo que arriba estaba el alcalde en una reunión y subí al primer piso. Allí no había nadie. Mejor: toda la noticia era para mí. Se oía el rumor de una conversación en el despacho del alcalde, que tiene salida directa al 'hall' por una gran puerta que casi nunca se usa. Pegué la oreja a la puerta. Se oía mucho mejor. Lo que oí me aceleró el pulso: el pretendiente del Badajoz estaba hablando de la finca Las Arenosas y de una urbanización. Celdrán decía que el Ayuntamiento no tenía pensado que el suelo de la finca cambiara a urbanizable y que apoyaría a quien quisiera comprar el Badajoz por interés deportivo, pero nada más. La conversación se iba tensando, hasta que oí decir al pretendiente: «Alcalde, habrá comisiones...» Y a continuación a Celdrán, a voces: «¿qué se cree, que somos chorizos?» Un ruido de sillas hizo que yo corriera a esconderme en los servicios cercanos casi al tiempo que oí abrirse la puerta y a alguien bajar las escaleras. Esperé unos minutos a recobrar el resuello, salí y entré a la Alcaldía. Llamé al despacho del alcalde. Allí estaba. Pasé y le pregunté por la reunión que había tenido. «Aquí no ha habido ninguna reunión», me dijo. «Al periódico nos llegó que iba a reunirse con un empresario interesado en comprar el Badajoz», le respondí. «¡Que no ha habido reunión, coño! ¿Ves que aquí haya alguien?» Echaba humo. Me fui sin noticia y sin creer, ya para siempre, que Celdrán fuera sobre todo un gracioso.
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