¿Qué ha pasado hoy, 14 de marzo, en Extremadura?

La principal partida presupuestaria del Ayuntamiento de Badajoz para los carnavales se destina a pagar baños portátiles. Ni disfraces, ni turutas. La fiesta más espectacular ... de Extremadura, la que más esfuerzo e ilusiones moviliza, es para muchos una convocatoria pública de botellón. Se podría cambiar de fecha e incluso volverla a prohibir como en 1937, siempre que se permita beber en la calle. «¿A quién libero?», preguntó el prefecto. «¡A Barrabás!, chilló el pueblo al unísono. Si nos ponemos científicos, el clausurado Museo del Carnaval debería exhibir botellas de whisky DYC, bolsas de hielo y barro etílico pegajoso. En las fiestas populares se confunde voluntad individual con carácter colectivo. Pese a la aparente homogeneidad que escenifican, son celebraciones de minorías amplificadas por el altavoz que ofrece la unanimidad festiva.

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El botellón del Carnaval de Badajoz gusta tanto porque es lo más parecido a una experiencia de guerra en este lado del mundo. Unos se hacen corresponsales en Siria y otros van a la plaza de San Atón. Fui todos los años cuando estudiaba en la universidad. Recuerdo que al día siguiente me despertaba con la satisfacción de haber sobrevivido a algo realmente extremo. Por entonces, el terror era provocado por unos tipos disfrazados de esquimal (desconozco si sigue vigente este código de vestimenta). Se pavoneaban por los corros tirando botellas, empujando, repartiendo guantazos y enseñando cosas afiladas. Si la mala fortuna te ponía delante un esquimal, acababas con la ceja rota. Nos curábamos con chorros de vodka. Había muchos esquimales, más que en Laponia. A medida que pasaban las horas y la pasta de barro etílico empezaba a trepar por los pantalones, el peligro aumentaba. Las parejas se abrazaban como si acabara de pasar un bombardeo. De madrugada, la masa se trasladaba a la plaza de España, donde eran habituales los vuelos de botellas con música de Wagner. Si aquella noche los esquimales, en lugar de actuar aleatoriamente, se organizaran en escuadrones, tomarían en pocos minutos el control de la ciudad. Pero nunca lo hacían. Es una clase magistral de ciencia política: las instituciones sobreviven porque aquellos que tienen la fuerza bruta para derrocarlas no se les ha ocurrido nunca hacerlo. Prefieren repartir collejas al tuntún.

La contribución impositiva al botellón son los baños portátiles, esperemos que huelan a eucalipto. Mucho más dinero que para aquella fiesta que algunos llaman Carnaval y que levantan a costa de sus ahorros y de sus desvelos. Hacedores y hacedoras del excelso arte de la inutilidad, dedicados con esmero a algo frágil y efímero que preparan durante un año, disfrutan unas horas y destruyen al calor de la sardina para dejar hueco a una nueva primavera. Su empeño es titánico. Su resultado, majestuoso. Aún recuerdo acercarse desde la lejanía de Santa Marina a La Kochera, de Puebla de Calzada, vestidas de coro góspel. Fue una locura. Ganaron. Era febrero de 2020 y unas semanas después nos confinaron. Entonces se decidió cancelar las fiestas populares y mantener abiertos los centros comerciales: aglomeraciones 'business', sí, aglomeraciones de significado, no.

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