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El turista
César Rina
Viernes, 14 de febrero 2025, 22:58
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César Rina
Viernes, 14 de febrero 2025, 22:58
El mes pasado, Marce Solís publicaba en este periódico un decálogo contra el turismo que suscribo de cabo a rabo. Hacer turismo, que no es ... lo mismo que viajar, es el tótem de nuestro tiempo. Por él madrugamos y por él estamos dispuestos a sufrir todo tipo de torturas con una maleta a cuestas. Trabajamos hasta la extenuación para conseguir un sueldo que, obra y gracia del CEO de Ryanair, gastamos en viajes express por los clichés y decorados «auténticos» que nos ofrece cada ciudad. Fichamos sitios. Ciframos nuestro éxito en el número de lugares del mundo que recorremos con la mochila cargada de prejuicios. Turisteamos en una huida constante de nosotros mismos. Las vidas cargan tantas frustraciones que se nos ha ocurrido –o nos han inoculado– que la mejor manera de olvidarlas es marcharse de casa un fin de semana, fugarse de lo que tenemos y tendremos para siempre con la vana esperanza de encontrar la felicidad a miles de kilómetros de distancia. Como si hubiera lugares felices… La tierra prometida está siempre en el próximo destino. Hace cuatrocientos años, Pascal escribió que «la única causa de la infelicidad del hombre es que no sabe cómo quedarse tranquilo en su habitación». Imagínense, pensar esto sin Airbnb en la mano.
Más allá de los conflictos económicos y sociales que genera el turismo: siempre que el dinero va para un lado deja vacío otro, lo interesante del fenómeno es que evidencia la insatisfacción universal que experimentamos ininterrumpidamente. La sociedad de consumo juega con nuestros mecanismos emocionales para orientar la satisfacción a la adquisición de productos o de experiencias únicas que, una vez obtenidos, pierden todo su potencial terapéutico. Y lo hacen conscientemente, porque la videoconsola o la experiencia debe quedar rápidamente obsoleta para que deseemos la siguiente. Lo importante no es lo que adquirimos o experimentamos, sino la velocidad con la que nuevas necesidades desplazan a las que hace unos minutos prometían tanto. La memoria es escurridiza. ¿Quién de paseo por Londres no ha buscado hoteles en Praga para la próxima escapada? Londres importaba como horizonte, pero no cuando se pisa.
También es llamativa la transformación de los pueblos y ciudades –y de las cabezas que los habitan– que provoca el turismo. Ya lo decían los informes del Ministerio de Información y Turismo de los años sesenta: había que adaptar las formas de vida, la alimentación y el decorado urbano a las expectativas del turista. Paella olé para todos. El hecho que la industria turística sea el motor económico del país nos convierte en figurantes de un drama que representamos a diario para que los visitantes confirmen, uno por uno, los estereotipos que tenían previamente. Los técnicos del ministerio lo llamaron «pandereta». Todos estamos llamados a no defraudar al turista porque, como señalaban: «El día que perdamos la pandereta habremos perdido el noventa por cierto de nuestros motivos de atracción turística». Eso sí, la pandereta es camaleónica y sincrética. En Mérida viste toga romana, en Cáceres, yelmo medieval y, en los pueblos, palillo entre los dientes.
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