El último sobresalto de este tiempo cargado de fenómenos locos ha sido esta ola de calor matadora. El peligro vuelve a estar en el exterior, en ese mundo hostil que nos atenaza con calamidades víricas y climáticas a cascoporro. Ese tormento de 42 grados a ... la sombra y 30 en los dormitorios de madrugada se ha colado de lleno en los últimos días de un curso que empezó otra vez con restricciones. El tercero en pandemia, tres años imperfectos y extraños con muchas precauciones y también algunas excusas que han aplazado casi hasta la agonía la vuelta a la interacción social en los centros, a las actividades grupales, los juegos y la alegría más allá de lo puramente académico. El lado gris de la escuela se ha impuesto.
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Más allá de esto el final de junio se presenta como todos: habitaciones infantiles llenas de libros usados y ficheros a reventar, prisas para completar trabajos de última hora, ceremonias de fin de curso de bailecanteguitarrataekwondoingles a las que hay que sumar 50 fiestas de despedida que hacen que los gestores de niños antes llamados madres y padres no podamos más y escribamos en los grupos de Whatsapp equivocados mensajes equivocados. Mi comprensión lectora está estos días bajo mínimos y doy las gracias a lo tonto y donde no debo.
Hemos esperado la normalidad a puerta gayola, con hambre atrasada, y aquí estamos de nuevo, chapoteando en un mundo igualito al prepandémico, atolondrados, distraídos, apagando incendios, porque es que vivir de otra forma no se puede, parece.
Menos mal que en un frenazo mental reparé en que estos calurosos momentos en los que ando jurando en arameo por tantos asuntos sin resolver, son los últimos días de escuela Primaria de mi hijo, que da el salto a la Secundaria, al instituto, como un pajarito que eleva el vuelo aún titubeante. Recuerdo ahora ese primer día de Infantil, cuando no se le ocurrió mejor cosa que preguntarle a su maestra, que le acompañó al baño, si le gustaban sus 'gayumbos'.
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Son nueve años de vida escolar que han pasado como un pestañeo, entre mochilas míticas, ceras de colores, vasos de leche mañaneros, y una madre, yo, corriendo los 100 metros lisos por Cánovas despelujada y con el pijama bajo el abrigo más de una vez y más de dos. A modo de sucesión de fotogramas, como dicen que sucede cuando te vas a morir, pasa por mis ojos esa vida escolar que ya se acaba y está llena de belleza pero también de preocupación y dudas. Porque criar hijos te chuta alegría, claro, pero también te pone frente a la incertidumbre y el miedo. Qué será de ellos, nos preguntamos, y al instante queremos que todo les vaya bien y estar dándoles un buen ejemplo, que todas nuestras chungueces, miserias y defectos no les traspasen. Pero les traspasarán, y les traspasará la vida, con todo su pack de alegrías y penas.
Por de pronto los nacidos en 2010 como mi hijo mayor cierran capítulo y se encaminan sin posibilidad de retorno a la adolescencia. El próximo día 21 atravesarán por última vez la puerta de su colegio, esa segunda casa de la que sacan amigos y el recuerdo de algunos maestros imborrables. Y nosotros, los padres, lidiando con el vértigo, queriendo parar relojes.
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