Aunque no es la primera vez que en estas páginas manifiesto mi preocupación por el devenir de Extremadura, me quedo estupefacto al leer que el ... Presidente Fernández, en relación al problema de Valdecañas, ha declarado, entre llamativas incorrecciones jurídicas, que la demolición de Valdecañas, para la Extremadura de hoy, apenas debe preocupar en una región que puede verse colmada de importantes proyectos industriales y empresariales.
Y me desazona y me remueve internamente este manido relato de importantes proyectos industriales y empresariales que siempre están por llegar a Extremadura. No dudo de la buena voluntad del Presidente Fernández y el esfuerzo en desplazarse hasta Dubái para reunirse con inversores y empresarios, pero se ve a Extremadura como una especie de pobre e infeliz Penélope esperando proyectos en el banco del andén, con la diferencia de que aquí, malamente, llega el ferrocarril.
Mucho me temo que este tema, pese a su importancia y consecuente necesidad de ser abordado con rigor y profesionalidad, con fundamento en el principio de continuidad de políticas públicas (esto es, con una estrategia de trabajo a largo plazo) en realidad, no preocupa a casi nadie. Se está a lo que puede llegar, a lo que se pueda traer si convencemos de que Extremadura aun careciendo de buenas infraestructuras, entre otras debilidades, es un lugar estupendo en el que invertir. Además, el inversor tendrá a toda una Administración Pública al servicio del proyecto de turno, y si hay que elaborar una Ley 'ad hoc' movilizando también al órgano legislativo, se hace. Recordemos el ya olvidado Elysium City Extremadura de Castiblanco y la engolada Ley 7/2018, de 2 de agosto, extremeña de grandes instalaciones de ocio (Legio).
El TSJEx no hizo ni más ni menos que cumplir con lo que se pide a la justicia cuando la Administración no respeta las garantías
Cualquiera puede entender que, siendo imperiosa la necesidad de desarrollo, debe hacerse todo lo que haga falta, pero sabiendo, entre otras cosas, que la planificación es un mandato, o que las decisiones públicas entre las que se encuentra el apoyo a proyectos de inversión, son actos de elevada racionalidad sujetas a un tiempo no político.
Hasta donde se puede conocer, Extremadura no resulta profesional, su imagen con estas idas y venidas, esperando el megaproyecto del siglo con unas instituciones ofrecidas a cualquiera que le traiga una carpeta con un 'ppt' en blanco y negro, no puede ser más diletante.
Por supuesto, condiciona la existencia de una histórica burguesía político-administrativa, cuya endogamia le ha hecho perder la prospectiva y profesionalidad que requiere una verdadera democracia para generar bienestar social. Pero lo que verdaderamente determina el sino de la región es que una significativa parte de los extremeños se comporte de manera tan indolente ante tantos fracasos y errores, tantos agravios y tanta insolidaridad. Se ha normalizado lo que es una anomalía integral.
El extremeño, como pueblo, parece haber asumido la inevitabilidad de sus padecimientos y carencias, transmitiendo a cada generación que la mala suerte, Europa, Madrid, cualquiera menos nosotros mismos (pese a lo que puede leerse en la Constitución y el Estatuto de Autonomía) son los responsables de seguir, década a década, sin poder ser como los demás o, al menos, acercarnos. Si al principio del periodo democrático había regiones con indicadores económicos y población similares a los de Extremadura y en la actualidad están muy por encima en todos estos parámetros, en Extremadura nadie es responsable del elocuente fracaso: ni los que estaban, ni los que estuvimos, ni mucho menos el roussoniano Presidente Fernández.
Desgraciadamente, muchos extremeños han olvidado su fundamental derecho a ser bien gobernados o, simplemente, a reivindicar y exigir progreso y oportunidades. Se ha perdido buena parte de la dignidad colectiva extremeña al no ejercerse la capacidad social para desear y trabajar por un futuro mejor.
Y es que un pueblo al que se le puede decir a la cara, sin consecuencia ni reproche alguno, que la destrucción de la riqueza traerá progreso y empleo, que el fundamentalismo ambiental es el futuro y que, ahora, con la demolición del complejo de Valdecañas, El Gordo, Berrocalejo, toda Extremadura van a estar mejor, es un pueblo abocado a la peor parte del futuro.
Lo de Valdecañas es la crónica de una muerte anunciada. Es un agónico alargar desde el fallo dictado en 2011 por el Tribunal Superior de Justicia de Extremadura (TSJEx) que no hizo ni más ni menos que cumplir con lo que se pide a la justicia en un Estado de Derecho cuando la Administración no respeta las garantías que equilibran su poder y la manera de ejercerlo. Pero más allá de las consideraciones jurídicas y el sonrojo que produce la lectura de los fallos judiciales y el expediente de tramitación del PIR, Valdecañas debería ser, en este momento, el revulsivo, la chispa para que el pueblo extremeño despertara de una vez.
¡Despierta Extremadura! debería ser el grito de rabia que, recogiendo décadas de frustración y abandono, levantara y uniera a todos los que, de verdad, desean progreso y desarrollo, tratando de cambiar la permanente derrota de esta tierra.
Extremadura, la tierra de las dos primaveras estacionales, tendría que aprender de otros pueblos para tener una tercera primavera de caracterización política, ya que entre unos y otros está siendo abocada a un coma social y territorial irreversible.
Ya lo dijo bellamente el poeta Miguel Hernández, «nunca medraron los bueyes en los páramos de España».
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