Secciones
Servicios
Destacamos
Un día me preguntaron mi nombre y dije que me llamaba Antoni, no Antonio, y que un compañero del piso en que vivía se llamaba Lluís, no Luis. Fue en Barcelona, donde viví de 1979 a 1981, en que acabé Periodismo en la Universidad Autónoma. ... Siempre que hablo de Barcelona digo lo mismo: allí fui feliz. Es verdad que era una felicidad que no tenía mucho mérito, la vida era tan placentera, tan a la mano, que lo de menos era la ciudad donde viviera, pero Barcelona fue generosa conmigo y hasta los sitios por los que me movía eran razones para sentirme dichoso: el Carmelo, el Parque Güell, la Ronda del Guinardó, la avenida Montserrat, la plaza Sanllehy: puro territorio Marsé.
Y no, no me sentí discriminado por no ser catalán ni por no hablar catalán. Ni en las aulas, ni en las calles de Barcelona, ni en la Cataluña del interior donde el uso del castellano en la vida diaria era menos frecuente. Algunas asignaturas se impartían en catalán, pero no eran difíciles de seguir porque pronto le cogías el oído a ese idioma y los profesores te contestaban en castellano cuando les preguntabas. Para ganarme un dinero hacía encuestas, sobre todo de productos de consumo, y cuantas veces llamé a casas de pueblos pequeños y alejados de Barcelona y explicaba a quien me abría la puerta si podía responder unas preguntas sobre qué dentífrico o jabón de lavadora usaba, inmediatamente pasaba al castellano cuando oía que, a su saludo, yo contestaba en este idioma.
Les cuento esto para explicarles que aquel día no había nada que me obligara a que yo dijera Antoni y Lluís, en lugar de Antonio y Luis, que era como nos llamábamos, cuando me preguntaron mi nombre y el de mi compañero de piso. Y, sin embargo, lo hice. Fue en un centro cultural que había en las Atarazanas, en la parte más baja de las Ramblas, donde fui para apuntarme a un curso de catalán. Era todo muy informal y uno de los organizadores del curso nos iba preguntando en voz alta a los interesados nuestros nombres y los iba apuntando.
Se preguntarán por qué catalanicé mi nombre, si no había necesidad. Fue apenas por nada, por una especie de inercia ambiental, por esa cosa sutil que no es fácil de explicar y que se concreta en la expectativa que los demás tienen de ti, porque se vive mejor si oyen de tu boca lo que crees que les va a resultar más grato: por ejemplo Antoni, en lugar de Antonio. Ocurre, sin embargo, que esa expectativa –no es preciso que no exista; basta con que creas que existe– parece inocente, o insustancial, pero no lo es: es el inicio del renuncio, de la entrega. Lo recuerdo ahora, 40 años después, cuando leo que a Javier Cercas lo calumnian los que son incapaces de soportar a gente que, como el escritor, no cumple las expectativas de pensar como ellos. Yo, y sin sufrir una campaña calumniosa, hice lo contrario que Cercas. Me consuela saber que la renuncia a mí mismo que supuso un día cambiar mi nombre para ser grato al oído de un desconocido (el día en que fui cobarde por nada), me permite conocer mejor el valor de la resistencia de Cercas y el tamaño de su valentía.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
La víctima del crimen de Viana recibió una veintena de puñaladas
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Recomendaciones de HOY
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.