Las recientes polémicas en torno a varias expresiones soeces aparecidas en esos altavoces, interesados tantas veces, que son los medios de comunicación reglados o a ... las conocidas como redes sociales (me refiero en concreto a la cuestión de los colegios mayores Elías Ahuja y Santa Mónica, el culo de Fernández Vara, el carajo de Abascal, el que se jodan de Bertín, los venablos del Capitán Haddock, el cachondeo de Pacheco, los anteriores huevos de Trillo o el se sienten, coño, de Tejero, que para todos hay) me llevan hoy a plantearme si España se desliza sin remedio hacia un territorio lingüístico donde unas expresiones que coloquialmente pueden ser consideradas en la actualidad cuando menos soeces, rayanas, y aun traspasadas, en el mal gusto y la grosería, tienen cabida en nuestro hablar común, y si efectivamente son el exponente de esta sociedad y de este tiempo. Si han devenido norma o son excepción. Y el análisis, aunque lo parezca, dista mucho de ser sencillo.
La etimología de soez es «de origen incierto» para el DRAE; aunque para Corominas vendría del árabe hispánico 'rahis' (barato), para Friedrich Diez del latín 'sus' (puerco) y para Felipe Monlau sería la contracción de la expresión castellana «so haz». La expresión 'soez' no obstante ya figura en el Tesoro de la Lengua Castellana de Sebastián de Covarrubias (1611) como 'sohez' y puede ser tratada como de uso del español cotidiano, popular, desenfadado, familiar, coloquial, con eufemismos, insultos, clichés, solecismos, barbarismos, ñoñerías, jergas y piadosismos, de baja estofa, grosero, infame, malhablado y que puede resultar ofensivo para los delicados, según nos informa Delfín Carbonell en su Diccionario sohez de uso del español cotidiano, subsiguiente al célebre Diccionario secreto del Cela más académico. Bien, como fuera, el Covarrubias y el Diccionario de Autoridades (1726-39) y otros diccionarios de la Academia Española hasta 1822 se apartan del concepto de sucio u obsceno que, incorrectamente, adquirió la palabra en el siglo XIX para reivindicarse como perteneciente al sentido de lo popular, desenfadado, cotidiano, coloquial, familiar, callejero, malhablado, que empleamos para comunicarnos con vecinos, amigos, conocidos y parientes de manera no estándar, relajada e informal.
El idioma, la expresión, connota y denota según nos enseña la lingüística, pero desde luego no lo hace de un modo uniforme ni atemporal. Como organismo vivo que es, el lenguaje debe analizarse de un modo sincrónico. Podríamos citar ecos sumamente soeces en la literatura universal, desde la Antigüedad, pero siempre hijos de su tiempo, rastreables en cualquier antología o enciclopedia: así en la Ilíada se llama «perra» a Helena de Troya; mientras que Platón pone en boca de Sócrates (en el diálogo Gorgias) la expresión «por el perro» (una blasfemia de la época, en relación con el dios egipcio Anubis). Las comedias griegas (así 'Las ranas', de Aristófanes) incluían escatología y lenguaje soez como convenciones del género y las latinas ('Truculentus', de Plauto) recogen el habla popular, y con ella muchos ejemplos de palabras y expresiones malsonantes. Podríamos seguir con 'El Satiricón', y en la poesía latina, algunas obras de Catulo se caracterizan por su lenguaje particularmente procaz, tanto que un poema suyo comienza con un verso tal: «Pedicabo ego vos et irrumabo» (traduzcan «si es de su agrado»), que no se publicó en su versión inglesa hasta el siglo XX por subidísimo de tono.
También traen tacos la literatura goliardesca medieval, la picaresca, la trovadoresca y algunos libros de caballerías, así como 'Los cuentos de Canterbury' o el 'Decamerón'. Además de en algunos de los grandes autores de la literatura del Renacimiento y del Barroco (Rabelais, Shakespeare, Cervantes, Quevedo). A partir del siglo XVII y el XVIII, el Clasicismo y el Academicismo revierten esa tendencia.
En el siglo XIX, la moral victoriana extrema la cautela hasta límites pacatos. Los románticos ya habían comenzado a introducir el lenguaje popular en la literatura, pero hasta el naturalismo, y en concreto hasta Zola, no se puede hablar de un verdadero uso habitual del lenguaje procaz.
De tal suerte cabe decir que las expresiones soeces han estado presentes en los autores destacados, con una finalidad cuando menos «literaria». Así las cosas, es ocasión para preguntarse si es correcto el sentido de tabú que adquirieron los términos que se describen en el comienzo de este artículo con el paso del tiempo y el actual estado de la cuestión, seguramente con una consideración a plaza partida como ocurre con tantas cosas en España. A esto se debe tal vez que no haya fijado un término netamente español que quiera decir lo que argot quiere decir en francés o lo que 'slang' significa en inglés. Y es que la lengua es una fuente de malentendidos, nos indica Saint Exupery en 'El Principito'. Por lo demás también Borges nos dejó escrita una pista relevante: «Confía en las palabras; en consecuencia teme a las palabras».
Aunque nuestro rico refranero dice que «El zafio tiene un lenguaje vulgar y ordinario», cabría por fin citar aquí a Uslar Pietri. Según el maestro venezolano de 'Las lanzas coloradas', nuestra indiferencia ante la generalización de lo grosero y lo chabacano esconde el deseo de aparentar ser más modernos, más desinhibidos, pero sobre todo más jóvenes.
Quizás esta sea la explicación.
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