Friedrich Nietzsche y Fiodor Dostoievski vivieron una temporada en Berlín al mismo tiempo, cuando el primero era un joven profesor de instituto, pero no llegaron ... a conocerse. Sin embargo, hay más de una afinidad entre las ideas de Nietzsche sobre el 'superhombre', que luego serían utilizadas a su modo por el nazismo, y las ideas del estudiante Raskolnikov, el protagonista de 'Crimen y castigo', sobre el hombre superior que se cree por encima de las leyes y de los preceptos morales de la comunidad.
Y también hay dos historias que relacionan a ambos escritores, una ocurrida en la realidad, otra perteneciente a la ficción.
En 'Crimen y castigo', publicada en 1867, Raskolnikov recuerda con detalle un episodio de crueldad intolerable con un animal que contempló en la infancia y que no ha olvidado: un campesino desloma a golpes sobre el cuerpo y sobre la cabeza, hasta matarlo, a un pobre y escuálido caballo incapaz de sacar del atolladero una pesada carreta cargada de madera o de heno. A la paliza se unen, como en un linchamiento, otros espectadores y el espectáculo llena de lágrimas los ojos de Raskolnikov niño, que está con su padre.
Dostoievski escribe: 'El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos'.
Veinte años después, el 3 de enero de 1889, se produce una escena muy similar en los golpes, en las circunstancias, en el motivo, en la víctima y en el victimario, pero en este caso es un hecho real: en la plaza Carlo Alberto de Turín un cochero apalea a un caballo viejo porque ya no puede tirar del coche. Nietzsche, que pasa en esos momentos por allí, se abraza conmovido al animal, protegiéndolo y pidiéndole perdón, como había hecho Raskolnikov.
Después de aquella escena, la sociedad determinó que el filósofo estaba loco. Lo arrestaron (al filósofo, no al cochero) por desórdenes públicos y poco después lo internaron en un manicomio. Murió once años más tarde, sin haber vuelto a escribir.
Ricardo Piglia afirma que nadie había notado la coincidencia entre ambas historias, pero no es cierto. Seguro que son muchos los lectores que la han advertido y hasta anotado en sus cuadernos.
En más de una ocasión me han sorprendido estas coincidencias, en la realidad y en la literatura, entre personas reales que viven en distintos lugares, que no se conocen ni saben una de la existencia de la otra y, también, entre personajes de ficción de distinto estilo, intereses, géneros. De vez en cuando dos escritores sin ningún vínculo ni contacto, sin afinidad ni correspondencia, eligen un mismo tema o escriben libros parecidos, como si hubiera bajo el suelo unas corrientes subterráneas que los alimentaran con los mismos ingredientes, como si flotaran por el aire vasos comunicantes con el mismo gas, vientos que susurraran una misma melodía.
O quizá solo sea la especial sensibilidad de esos escritores para captar el zeitgeist, el espíritu del tiempo, el clima y las preocupaciones de una época.
Así fue como aparecieron en fechas cercanas grandes libros sobre la figura del dictador latinoamericano. O como les pasó a Javier Marías y a Javier Cercas cuando, cada uno por su lado, sin saber lo que el otro estaba escribiendo, indagaron de manera simultánea sobre la figura del impostor en 'Berta Isla' y 'El impostor'.
Otras veces las coincidencias son más pequeñas. Como la anécdota que ahora cuento:
En mi próxima novela, desde hace algunos meses en manos de mi editor y esperando su turno para entrar en imprenta, aparecen unos párrafos sobre el urogallo, una magnífica ave en peligro de extinción que en España ya solo anida en los bosques astures. Me interesaba este esquivo pájaro, que tiene un gran oído, se esconde muy bien entre la arboleda y solo puede ser cazado cuando canta, porque entonces cierra los ojos y durante esos segundos en que ni oye ni ve, sordo y ciego, el cazador puede avanzar hacia él guiado por su canto. El dato me servía como metáfora sobre el peligro de hablar en exceso.
Con mi novela terminada y entregada, me llegó por otro lado la petición de hacer una reseña de una novela de Manuel Rivas, 'Detrás del cielo'. Y me sorprendió que también Rivas hablara de los urogallos.
Aunque han transcurrido cuatro décadas, recuerdo como si fuera hoy haber leído por primera vez ese curioso dato sobre su canto en un precioso libro de Czeslaw Milosz, 'El valle del Issa' (Plaza & Janés, 1982). La imagen del urogallo en celo cantando en la copa de un árbol, en la profundidad de los bosques polacos, con los ojos cerrados mientras un taimado cazador armado con escopeta avanza ocultándose de tronco en tronco, como en el juego del escondite inglés, hasta llegar cerca de él y derribarlo de un disparo, se grabó en mi memoria de la misma forma extraña con que recordamos pequeños detalles intrascendentes que hemos leído o escuchado y, en cambio, olvidamos otros, tal vez los más importantes.
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