Esta historia sucedió más de una vez en distintos lugares, hace cincuenta o sesenta años, durante el 'baby boom' del franquismo: con motivo del nacimiento ... de un nuevo hijo y el consiguiente ascenso de categoría de familia numerosa, había que hacer una nueva foto para el libro de familia. Como quiera que, cuando llegó el fotógrafo, una pariente se había llevado al bebé a no sé qué sitio y el fotógrafo no podía esperar, una vecina prestó a su bebé recién nacido, que, envuelto en la mantilla y en brazos de la otra madre, asoma su carita para siempre en representación del bebé ausente, sin que dicho cambio alterara la validez del documento administrativo.
Anécdotas así, y sin duda otras más curiosas e interesantes y hasta fantásticas, conforman una intrahistoria de los pueblos distinta de la historia oficial. Además de los grandes acontecimientos datados por la prensa, por las actas, por el BOE, hay otra historia silenciosa, pero no menos importante ni menos reveladora del carácter íntimo de una comunidad. Y su acontecer a menudo fue recogido por los fotógrafos rurales que dispararon millones de fotos durante todo el siglo XX, antes de la llegada de los móviles, con cámaras mecánicas y analógicas que ahora nos parecen arcaicas, con procedimientos artesanales de revelado de una gran precisión técnica y, en muchas ocasiones, de intensa belleza. Cuando observo una foto de mediano valor de hace cien años y la comparo con una foto de mediano valor de los actuales móviles, mis ojos, que no son precisamente esclavos de la nostalgia, descubren en las primeras un magnetismo del que carecen las segundas, con toda su megaperfección digital.
En muchos pueblos de Extremadura, decenas de fotógrafos rurales documentaron en miles de imágenes todo lo que sucedía en las calles y no sucedía en los parlamentos: bodas, nacimientos, desastres naturales o prodigios de la naturaleza, fiestas, bailes, capeas de toros, espectáculos, elecciones, visitantes y viajeros ilustres, accidentes y hasta crímenes. Y, por supuesto, rostros, rostros, muchos rostros de quiénes y cómo éramos durante el siglo pasado.
Mucha gente solo se preocupa por el diseño del futuro, por saber dónde colocarse hoy para ocupar el mejor sitio mañana. Pero a uno, acaso por practicar esta tarea tan grata de las letras, le interesa mucho el pasado y la memoria, inagotables fuentes de inspiración y recurso imprescindible para la comprensión del presente. Y en Montehermoso, en Hervás, en Azuaga, en Olivenza, en Trujillo había fotógrafos locales que año tras año iban elaborando una memoria de la vida vecinal, en ceremonias sociales o en imágenes familiares y privadas que no se publicaban en ningún sitio. Seguro que muchos lectores de estas líneas saben de lo que hablo y conocieron a alguno y hasta fueron fotografiados por él.
Y ahora ese material, de un valor incalculable, languidece y se deteriora en sótanos y en trasteros, en cajas que guardan placas de cristal y miles de rollos de celuloide atados con una goma y un papel con una fecha antigua. Eso, si no han terminado en la basura del plástico o si no han ardido. Porque el problema de estos inmensos fondos documentales es la fragilidad del celuloide, fácilmente inflamable, y la caducidad de los haluros de plata de las imágenes, que van perdiendo la fijación, los colores, la nitidez. Para ellos, el paso del tiempo es letal.
De ahí el enorme mérito de la Fundación Caja Badajoz de crear el Centro de Documentación y de la Imagen de Extremadura (CDIEX), ubicado en su edificio de la Calle Montesinos 22, que en los últimos años ha acogido tanta vida cultural mediante exposiciones, conferencias, tertulias, presentaciones de libros y que recupera aquella antigua diferencia entre los bancos, que solo piensan en billetes, y las Cajas de Ahorro, que también pensaban en la comunidad.
Debería ser normal que una institución financiera revirtiera una parte de sus beneficios a la misma sociedad de donde ha brotado y que la ha hecho crecer. Pero estamos acostumbrados a lo contrario, a la codicia financiera, a bancos corsarios de ricachones y multimillonarios que compiten por ver quién sube más en la lista de Forbes.
En los archivos de la institución pacense, recogidos desde 1886, se guarda toda la memoria de su actividad, aumentados ahora por los de fotógrafos, medios de comunicación y personas, ilustres o no, que le han cedido sus fondos documentales, que también testimonian lo que sucedía tras las bambalinas, en las sombras, a ras de suelo.
El mantenimiento, la digitalización y el acceso abierto a esos fondos implica un trabajo ingente y estaría bien la colaboración de las instituciones públicas, puesto que, al fin y al cabo, es un servicio público a la memoria regional.
No sé si la cultura genera riqueza, pero sí sé que la incultura acarrea la ruina: destruye o deja que se destruya el patrimonio al despreciar su importancia, no acrecienta el existente al desdeñar la imaginación y empobrece la creatividad al no apoyarla.
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