Llevar un plato con comida a la mesa los trescientos sesenta y cinco días del año no es algo sencillo que se resuelva en un minuto ni consiste únicamente en ponerse frente a la vitrocerámica. Al contrario, requiere dedicación, tiempo, esfuerzo y exige al menos ... cuatro acciones. Quien cocinó lo sabe.
Publicidad
De entrada, hay que pensar la noche anterior el menú del día siguiente, primer plato, segundo plato y postre de almuerzo y cena, y sin caer en la rutina. Aunque a muchos no nos importa repetir la comida de la víspera, hacerlo por tercera vez resultaría muy cansino. Y no siempre puedes aprovechar restos, ni tirar de laterío o de comidas microondeadas. Tampoco puedes permitirte el gasto diario de un restaurante, aunque sea de menú.
En segundo lugar, hay que hacer la compra de todos los ingredientes necesarios, porque siempre falta algo en el congelador o en la despensa. Uno, que no tiene imaginación ni instinto ante los fogones, envidia a las personas doctoras en cocinerías capaces de inventar con cuatro cosas un menú sabroso.
Luego está la preparación de la comida, a fuego lento mejor que arrebatado, dándole a cada ingrediente el tiempo necesario, calculando que esté a la hora, pero no rendida ni cruda, ni fría ni quemada, ni salada ni sosa.
Publicidad
Por último, hay que recoger y limpiar todo lo que se ha usado y ensuciado en su elaboración y su ingesta: vajilla y cubertería, sartenes, cacerolas, encimera, los filtros de la mepamsa, servilletas, manteles, migas en la mesa y en el suelo, basura.
Y a todo esto hay que añadir la preocupación por que la comida sea natural y saludable, lo que también reduce las posibilidades si se quiere seguir uno de los consejos más útiles para el bienestar digestivo: 'No comas nada que tu abuela no reconocería como comida'.
Publicidad
Posiblemente este consejo contribuye a evitar enfermedades cardiovasculares, diabetes, obesidad más que cualquier otro mandamiento redactado con términos técnicos. Al seguirlo, no meteríamos en el carro de la compra muchos de los diecisiete mil alimentos nuevos que el mercado envía cada año a las estanterías y góndolas de los supermercados, aunque la mayoría sean nuevas combinaciones de los ingredientes de siempre. En una lechuga es difícil añadir azúcares y en una pieza al corte de carne o de pescado no se pueden camuflar los montones de aditivos que contiene un alimento ultraprocesado.
Entre tantas teorías de expertos y nutricionistas, a los profanos nos queda al menos un criterio unánime: las frutas, verduras y legumbres son los alimentos más beneficiosos. Su consumo solo aporta ventajas, sin necesidad de convertirnos en esos vegetarianos radicales que no solo no comen carne, sino que no soportan que alguien la coma en su presencia. Con este hábito evitaríamos caer en la esquizofrenia que señala Peter Sloterdijk: «El dilema ético de los hombres modernos radica en el hecho de que piensan como vegetarianos y viven como carnívoros».
Publicidad
Y mientras escribo esto se me ocurre que acaso fue la generación del 'baby boom' la responsable de algunos hábitos alimentarios nocivos implantados en las últimas décadas. Habíamos oído hablar tanto a nuestros padres de los años del hambre que nos pasamos de rosca para huir de ese miedo. Deslumbrados por el desarrollismo y los electrodomésticos, nos aficionamos a las nuevas gastronomías y llegamos a pensar que cuanto mayores eran la elaboración, el disfraz y el refinamiento de las comidas, más brillaban en los manteles. Creímos que el pan negro era algo de los años del hambre y que cuanto más blanco y cernido, mejor. El integral era como el salvado, más propio de los animales. Por comodidad y por gusto, nos acostumbramos a los precocinados, enlatados, procesados que comenzaban a inundar con riadas de glucosa el Occidente diabético. A cambio, miramos de reojo las comidas tradicionales, las apolíneas legumbres o todo lo silvestre, que no necesita de tantos intermediarios ni manipulaciones para llegar desde la tierra a la mesa.
Hoy, por fortuna, la ciencia alimentaria está recuperando el equilibrio y afirma que la comida basura comenzó cuando los molinos tradicionales que molían con piedra fueron sustituidos por los molinos eléctricos, que refinan tanto la harina que le quitan las fibras integrales necesarias para demorar la absorción de los carbohidratos.
Publicidad
A todos nos gusta comer bien, y que nos sorprendan con sabores nuevos, claro está. Disfrutamos con la innovación en un restaurante, cuando esperas un bocado y te sorprenden con una oblea, cuando esperas una sopa y te sirven una espuma. Y si la comida es en compañía, se convierte además en una celebración de la amistad, la cultura y la alegría. Sin ese componente de placer, la comida solo es biología. Uno va al Atrio no porque tenga hambre, sino porque aspira a disfrutar otros sabores y otras texturas que no había imaginado. Pero hasta el propio Toño reivindica con su sopa de tomate, con la perdiz escabechada del Figón o con las migas del Nardi los sabores y las texturas naturales de la cocina tradicional.
Escoge el plan de suscripción que mejor se adapte a tí.
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.