En los museos que exponen obras artísticas desde el principio de la historia, la sección de arte contemporáneo suele estar al final del recorrido. Y a menudo el visitante llega hasta allí cansado y con las pupilas incapaces ya de asumir tantas imágenes, tanta información, ... tanta belleza después de haber pasado por las secciones de Prehistoria, Roma, Medievo… y, en Cáceres, por el aljibe.
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Por otro lado, sobre las piezas más modernas no se ha producido la implacable selección del paso de los siglos, de modo que son las que más nos desconciertan. Todos estamos de acuerdo en el aprecio de un cuadro de Velázquez, quizá algunos comienzan a dudar con Picasso y otros piensan que es una tomadura de pelo un lienzo de Rothko o de Andy Warhol.
Algo así ocurre también en el Museo de Cáceres, en cuya sala de Bellas Artes, en la Casa de los Caballos, se expone un cuadro extraordinario de Carmen Calvo, 'Siguiendo los pasos', que tal vez pasa desapercibido. No, no hablo de la exministra, sino de una de las más originales pintoras españolas actuales, con un sólido prestigio internacional.
Es bien sabido que la experiencia artística no siempre tiene lógica, y que a cada cual nos impacta una determinada obra por razones que a menudo no comprendemos, incluso contra nuestra voluntad, de modo que un libro o una escultura ante la que uno desfila indiferente, a otro lo estremece y le hace descubrir algo que ignoraba guardar en su interior, al igual que un catalizador provoca una reacción poderosa en determinados soportes químicos y, en cambio, en otros se hunde en el fondo de la probeta sin haber alterado ni su color ni su densidad ni su temperatura. Casi siempre es misterioso el modo en que el arte conecta con un estado de ánimo, el camino por el que una melodía o un cuadro saltan desde un piano o desde una pared hasta la conciencia de quien la oye o lo contempla.
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Una mañana de domingo, en plena pandemia, visité el museo y al llegar frente a esta obra de Carmen Calvo noté el cosquilleo con que el corazón responde a un estímulo emotivo y me quedé inmóvil, como si mis pies me hubieran llevado hasta allí para unirme a sus huellas, detenido ante su resplandor a pesar de la baja intensidad de sus colores, ante la energía física que le dan su volumen y su tridimensionalidad, ante la vida vivida que sugieren sus fragmentos de barro cocido. Desde el primer momento sentí hacia el cuadro una atracción cómplice y cercana, sin esa sumisión incondicional que parecen exigirnos las grandes obras maestras.
La composición de 'Siguiendo los pasos' es sencilla: sobre una plancha de aluminio se superponen setenta y tres piezas de barro cocido con forma de huellas humanas, sujetas con cuerda de pita o cáñamo. En su elaboración, por tanto, están presentes los cuatro elementos primordiales de la materia: la tierra, el agua que la convierte en barro, el fuego en el que ha cocido y el aire que ocupa el vacío dejado por la huella.
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Solo aparecen dos colores neutros, que se llevan bien, sin ninguna enemistad: el gris y el marrón, uno frío, silencioso e inmóvil, y otro cálido. El cuadro tiene forma rectangular, y «el rectángulo produce un extraño placer a nuestra mirada […] También los libros, después de sucesivas búsquedas y ensayos, han terminado por ser definitivamente rectangulares» apunta con agudeza Irene Vallejo en 'El infinito en un junco'. Su tamaño es mediano, 150 x 100 centímetros, en una proporción de dos tercios, cercana a la proporción áurea (la de las pantallas de los ordenadores portátiles), pero presentado en vertical, lo cual resulta coherente: los pasos son movimientos, y nos movemos en posición vertical, la horizontalidad para nosotros es quietud y reposo, solo los reptiles se desplazan en horizontal.
Con tan elementales materiales, el talento de Carmen Calvo ha encontrado la forma sensorial adecuada para transmitir al espectador su visión sobre el transcurrir del tiempo, sobre los pasos perdidos.
¿Qué se ve en este cuadro? Unas piezas de arcilla que representan huellas de pasos; es decir, un objeto sencillo, elaborado con una materia prima que aquí conserva su elemental nobleza, el barro bíblico con el que Dios creó a Adán y, más tarde, uno de los primeros materiales que comenzó a manipular el hombre primitivo cuando se convirtió en artesano.
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¿Y de qué trata? Pues trata del tiempo pasado, nuestro o ajeno, de lo que fuimos y ya no somos, de lo que tuvimos y ya no tenemos y de las personas que perdimos, de lo poco que nos queda cuando hemos olvidado los rostros de quienes las marcaron. Y trata del tiempo futuro: también nosotros desapareceremos, nuestro rostro se irá descascarillando en la memoria ajena, nuestros pasos serán borrados por una ola, por una ráfaga de viento, por quienes vienen detrás y superpondrán sus pasos sobre los nuestros…, excepto en las ocasiones milagrosas en que una obra de arte logra detener el vendaval del olvido y fija para el recuerdo nuestra estancia sobre la tierra.
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