Rainer María Rilke había acordado con su madre que, si estaban separados, pensarían uno en el otro a las seis de la tarde de todas las Nochebuenas. El errante poeta alemán le escribía cartas sobre ese tema, que luego reunió en un bonito libro: 'Cartas ... a mi madre por Navidad'. Había vivido en Ronda, añoraba el Sur y, lamentando el hielo y la brevedad de los oscuros días alemanes, le decía: 'Quién no querría viajar hasta el sol'.
Rilke se ponía melancólico por estas fechas y algo parecido nos ocurre a muchos, que nos dejamos influir por el siempre emotivo anuncio de la lotería, la música de villancicos, las guirnaldas de bombillas de colores que cruzan de balcón a balcón en las calles o que rodean el cuello de los árboles como bufandas de luz. Y entonces tiramos de teléfono o de wasap para sumarnos a las cenas y comidas o para organizarlas: con quiénes, en qué casa, qué menú, qué vino o qué añada elegir.
Pero no es fácil poner de acuerdo a mucha gente. Hay que hacer cálculos y emplear mucho tiempo y paciencia con cosas que no puedes encargarle a la inteligencia artificial: las compras que no acaban nunca, las largas esperas en las colas, los detalles, la necesidad de callar o andar con pies de plomo para evitar discrepancias, el firme propósito de no discutir con el cuñado en la sobremesa, la dificultad para acertar con los regalos de los adultos y con los de los niños que desprecian cualquier juguete que no funcione con pilas… Y eso si no surgen imprevistos de última hora que cambien todos los planes.
Y entonces llegan las dudas o el arrepentimiento de haber tomado la iniciativa.
¡Qué cansancio tantos preparativos, qué aturdimiento tanto consumo! Aunque oficialmente son días laborables, la administración, las empresas, los autónomos reducen su actividad al ralentí y los usuarios lo admitimos por una especie de ley no escrita. Pero las calles y las tiendas retumban de agitación y los comerciantes, los camareros y los recogedores de basura no dan abasto ni con horas extra. Los clientes andan a la rebatiña en las tiendas para hacerse con el último artilugio electrónico, con un perfume, un juguete, un complemento o una prenda de ropa, atendidos por dependientas muy maquilladas, con las uñas muy largas y vestidas con el uniforme de la franquicia. Todo es ruido y ajetreo, con las puertas automáticas de los centros comerciales abriéndose por la entrada de un nuevo cliente cuando no han terminado de cerrarse tras otro que sale.
Y cuando todavía no es Nochebuena ya está uno estragado de glucosa y de comidas de empresa, de cañas y tardeos con amigos y compañeros, y cansado de unas fiestas que cuanto más se vacían de su espíritu original, el reencuentro familiar y la reconciliación, más se llenan de consumo, como el niño rico al que aplastan con regalos para compensar la falta de dedicación y compañía de sus padres. ¡Si uno pudiera dormirse el 21 de diciembre y abrir los ojos el 7 de enero tal vez se despertaría menos agotado!
Para no ser un aguafiestas y un rompezambombas, dan ganas de marcharse unos días al monte a escuchar el silencio de la nieve y a contemplar estrellas. Cómo se entiende ahora que haya cada vez más personas que ignoran estos fastos y fiestas, aunque estén solas, porque para ellas la austeridad es riqueza, el silencio un regalo y la soledad un lujo.
Pero llega la Nochebuena y uno recuerda esa leyenda inglesa que cuenta que todos los burros y los bueyes, herederos de los que estuvieron en el portal de Belén, se arrodillan en los establos cuando dan las doce campanadas. La leyenda sostiene que el escéptico que se acerque a comprobarlo morirá antes de acabar el año.
Uno, que ya no confía en las creencias, al menos sigue creyendo en los relatos, que a menudo iluminan la vida con más claridad que la mostrenca realidad. Y la pasada Nochebuena no me acerqué a ningún portal de Belén a las doce de la noche para comprobar la certeza o la falsedad de la tradición inglesa. Cerré los ojos sin ninguna curiosidad por saber lo que hacían el burro y el buey y, arrastrado de nuevo por el vaivén del espíritu navideño, me uní al corro de la fiesta como mejor supe.
Dentro de dos días llegará la Nochevieja e inmediatamente después de las campanadas, con la boca todavía llena de uvas, veremos estallar las flores de pólvora de los fuegos artificiales y dibujar arlequines en el cielo invitando a que todo el mundo se lo pase bien.
Todos coincidiremos en un deseo general, que acaben ya todas las guerras, la de Ucrania y la de Gaza, donde el sonido de las campanas es apagado por el de las bombas. Y también coincidiremos en los deseos particulares, porque en esencia todos deseamos lo mismo: que no nos roce la enfermedad con sus dedos negros y que la desdicha se mantenga lejos, que no nos falten el pan y el agua, que sigamos queriendo y que nos quieran, que un año más logremos resistir los golpes y disfrutar las bendiciones, que podamos vernos en enero en estas mismas páginas.
Deseo de corazón y espero que el 2025 sea un año estupendo para todos y cada uno de ustedes.
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