La actualidad se atravesó la semana pasada y la columna que tenía pensado escribir para este espacio se me quedó en el tintero ante la inesperada muerte de Miguel Celdrán. No importa. Lo que yo quería contarles el último martes puedo contárselo igualmente hoy. Quiero ... hablarles de Miguel Martín, el fiscal de la Audiencia de Badajoz al que Evaristo Fernández de Vega entrevistó en los últimos días de enero con motivo de su jubilación. Quería escribir de él porque es posible que la mayoría de ustedes no lo conozcan, pero me gustaría decirles que estoy hablándoles de un ilustre.
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Resulta que tengo un elevado concepto de la Administración de Justicia de nuestro país. Quizás haya alguien que por esto me tenga por un bicho raro –o algo peor, quién sabe–, pero esa consideración no nace tanto del papel de jueces intrépidos y valientes que dirigen operaciones contra el narcotráfico o que persiguen durante años a organizaciones criminales con callada perseverancia. Podría nacer de ahí, de lo que podríamos convenir en llamar la espuma judicial, pero mi alta estima por la justicia que tenemos me viene mucho antes que por titanes de la toga por haberla visto funcionar a diario durante la menos excitante experiencia que tuve durante años cuando me dediqué a la información de Tribunales en este periódico. Entonces asistí a suficientes juicios de variadas materias, manejé decenas de sentencias como material informativo y leí resoluciones con argumentos jurídicos de toda índole... Y, muy especialmente, vi trabajar en el estrado y en el despacho a gente entregada y capaz como Miguel Martín.
El hasta hace poco teniente fiscal de la Audiencia de Badajoz es un hombre tímido, modesto, parecería que es delgado no por metabolismo sino porque ocupar el menor espacio posible es el resultado del pacto al que ha llegado con su carácter, en el que asoma un elegido y despreocupado ascetismo. Siempre me dio la impresión de que estaba mucho más cómodo entre bambalinas que en mitad del escenario de un juicio de audiencia pública que al día siguiente habría de ocupar un espacio en el periódico. Pero aun así, notándole esa incomodidad, nadie que no tuviera oídos en los dos lados de la cara y que los empleara para oír qué decía ese fiscal podría no admirar su preparación, su dedicación, la minuciosa y clarividente –e implacable, cuando tocaba– exposición de sus argumentos. Muchas veces sentado detrás del reo, oyéndole con atención porque de lo que decía debía tomar notas que luego habrían de publicarse, tuve la sensación de que la exposición de Miguel Martín no era solo una lección jurídica a la que debería hacérsele caso porque en ella iba el análisis preciso de lo que allí se juzgaba, sino una declaración de lo que es el Derecho en una sociedad civilizada. El fiscal Martín ha representado al Ministerio Público, es decir, a los ciudadanos, a usted y a mí. Ha sido la voz colectiva, la palabra de la ley. Nuestra palabra. Nuestra ley. Siempre lo recordaré haciendo bien su trabajo y eso, hacer bien el trabajo que toca es una de esas cosas que, cuando las veo, me producen una creciente emoción.
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