Durante demasiado tiempo, en este país nos hemos acostumbrado a que los presidentes de clubs de fútbol, de cualquier nivel, tuvieran como si tal cosa ... frentes abiertos con la justicia, especialistas en caminar por el alambre de la ley, y que su condición de máximos responsables de un equipo les sirviera de agarradera para no despeñarse definitivamente. La interesada confusión de que las actuaciones contra ellos parece que van dirigidas al mismo tiempo contra el equipo, la masa social, la afición o la ciudad entera, ha sido utilizada de forma descarada en muchas ocasiones.
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El último ejemplo lo tenemos muy cerca y lo encarna Joaquín Parra, presidente y propietario del CD Badajoz, que ha ido cumpliendo como si existiera una especie de manual no escrito todas las etapas de empresarios ajenos al deporte que descubren que el fútbol no solo es un terreno en el que se mueve mucho dinero de un sitio para otro, sino que además le da acceso a despachos y teléfonos que en cualquier otra circunstancia le estarían vedados. Es decir, que se les allana el camino a otros posibles negocios.
Parra se encuentra en prisión desde la madrugada del pasado viernes acusado de delitos muy graves relacionados con su faceta empresarial no ligada al CD Badajoz, y se ha convertido en el nuevo paradigma de la capacidad adictiva que tiene el fútbol, opio del pueblo/afición pero a veces también de gobernantes, de los propios medios de comunicación y de la opinión pública en general.
La fuerza irresistible que tienen los triunfos deportivos oscurece y cubre con un manto invisible el resto de consideraciones que pudieran hacerse. Lo hemos visto con los principales equipos, pero también con otros de menos potencial, y nos hemos llevado las manos a la cabeza cuando esos presidentes, sobre todo si las victorias acompañaban, se iban convirtiendo en personajes admirados y modelos de conducta y gestión, con independencia de la lista de causas abiertas que tuvieran en los tribunales o los inspectores de Hacienda que fueran detrás de ellos. No solo eso. Cualquier atisbo de poner en duda esa condición de seres superiores podría tener consecuencias negativas para el que osara hacerlo.
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Parra se convirtió hace dos años en ese paracaidista que se propuso llevar en este caso al Badajoz a las más altas cotas deportivas. Para entonces ya estaba implicado en una operación de la Audiencia Nacional por presunto fraude fiscal en el negocio de las gasolineras. Sin embargo, tampoco era el primer empresario sin vínculos con la ciudad o la región que se interesaba por el club, cuya gestión es una montaña rusa de entradas y salidas de personas y sociedades, así que ni se pidieron las referencias debidas ni saltaron las alarmas que tan extraña llegada debería haber activado. Al contrario, ejerció de flautista de Hamelin de las autoridades de todo signo y nivel administrativo, y estuvo cerca de conseguir la concesión del Nuevo Vivero por un exagerado periodo de 75 años hasta que se puso pie en pared con sus otras peticiones; todo se fue dando por bueno mientras cumpliera con llevar al equipo a categorías más altas.
Es cierto que los clubs de fútbol son sociedades anónimas que tienen sus propios accionistas y dueños, pero no son como el resto de empresas en ningún caso. Tienen tras de sí un fuerte componente emocional, y los aficionados también los sienten suyos porque el fútbol es sobre todo un sentimiento. Y ahora, con Parra encarcelado y recordando siempre la presunción de inocencia, lo triste es que el problema alcanza a un club y a una ciudad entera que tanto confió en él, pero que deberían estar por encima de las personas que lo dirigen.
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