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Francisco Movilla Píriz
Viernes, 7 de marzo 2025, 22:32
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Francisco Movilla Píriz
Viernes, 7 de marzo 2025, 22:32
Argumentan los expertos que empezamos a categorizar desde bien pequeños por una cuestión de economía cognitiva. Esto es, las cosas son, se clasifican y adjetivan ... para diferenciarse unas de otras, principalmente de los seres vivos, pero también entre ellas por sus características y significados. De la misma manera obramos con los animales y las plantas, en los que una ardua tarea nos llevó nuevamente a encasillarlos y así distinguirlos por sus distintos atributos; y ya que estamos, los nombramos.
Hasta llegar a la especie humana. Y es aquí «donde la puerca tuerce el rabo». Con esta manía de tenerlo todo ordenadito y en su lugar, llegaron las cajas y los cajones de esa gran empresa nórdica que nos amuebla la vida y el cerebro. Entonces nos dimos cuenta que al encajonar a los humanos, estos no se sentían muy cómodos. Es más blandito un sofá o un cojín que un cajón.
Pero aún así tantas cajas nos producían un nuevo desorden, esta vez de grupos que irremediablemente tuvimos que volver a nombrar. Tal tamaño y complejidad adquirió el problema que, a veces (no siempre) no se nos ocurrió mayor tontería que aplicar los mismos criterios a cosas inertes que a los seres vivos, o peor a las plantas o animales que a los humanos.
Adjetivar a las personas es un peligro en sí mismo por el simple hecho de encajonarnos en un espacio incómodo, posiblemente repleto de otros no tan iguales, y si lo fueran, aún peor, porque nos ordena, excluyéndonos de nuestra propia identidad y diversidad. Empezamos por el estrato social, continuamos con los estudios finalizados, antes que si eras de ciencias tenías más valor que los de letras… (pregúntaselo a los familiares de famosos escritores ya fallecidos), y pasando por coleccionar grados y másteres, si queréis podemos revisar el etiquetado de salud que nos clasifica y adjetiva según enfermedades y padecimientos (este es de los peores); y así hasta donde queramos. Sistematizando y sustrayendo la tan defendida individualidad, que se revuelve hasta convertirse en sufrimiento, reclamando su unicidad, para regresar al individuo en su temida soledad.
Nos consuela el hecho de que al nacer traemos ya el doble etiquetado familiar de fábrica, aunque este, si no te gusta, no te permite cambiar el descendiente por el de tu cuñada; pero si que puedes indagar en los orígenes del género, atribuyendo así la responsabilidad de según qué tara o atributo a una u otra cadena genética.
Da mucha pereza colocar etiquetas a tantos individuos, sobre todo porque ahora con incontables siglas y acrónimos a ver quién es el administrador que las memoriza para estar al orden del día. Califiquemos mejor a cada uno por sus cualidades o faltas pero, por favor no adjetivemos a las personas en compartimentos estancos, y menos aún por su origen, físico o enfermedades; a ver si esto se convierte en un buen comienzo para superar el etiquetado étnico y la xenofobia, como mínimo; y de ahí al infinito sin etiquetar.
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